Diez años de secretos bajo la lluvia de Madrid

—¡No te acerques a la ventana, Lucía! —le susurré, con el corazón en un puño, mientras las gotas de lluvia golpeaban los cristales del salón. El motor del coche negro seguía rugiendo bajo la farola, iluminando la acera mojada de la calle Embajadores.

—¿Quién es, doña Carmen? —preguntó Sofía, la mayor de las tres, con esa mezcla de miedo y desafío que solo tienen los que han sobrevivido demasiado pronto.

No supe qué responder. Diez años atrás, en una noche igual de fría y lluviosa, las encontré por primera vez. Yo salía del supermercado donde limpiaba por las noches, cansada y con los pies empapados, cuando vi a las tres niñas acurrucadas tras el contenedor azul. La pequeña, Lucía, tiritaba bajo una manta raída; Marta, la mediana, tenía los ojos rojos de tanto llorar; Sofía, con apenas quince años, me miró como si pudiera leerme el alma.

—¿Tenéis hambre? —les pregunté, sacando de mi bolsa un tupper con arroz y pollo que me había sobrado. Dudaron unos segundos antes de aceptar. Aquella noche no pude dormir pensando en ellas. Al día siguiente volví y las busqué. Así empezó todo.

Durante años, las escondí en mi piso diminuto de Lavapiés. Les enseñé a leer con los libros viejos de mi marido, les cociné cocido madrileño y tortilla de patatas, les conté historias de mi infancia en un pueblo de Castilla. Les di lo poco que tenía: mi tiempo, mi cariño y mi miedo constante a que alguien descubriera nuestro secreto.

—¿Por qué no podemos ir al colegio como los demás niños? —me preguntó Marta una tarde, mientras veíamos llover desde la ventana.

—Porque el mundo no siempre es justo —le respondí, tragando saliva—. Pero aquí estáis seguras.

No era verdad del todo. Vivíamos con el alma en vilo: cada vez que sonaba el timbre, cada vez que alguien preguntaba por qué compraba tanta comida en el mercado, cada vez que los vecinos cuchicheaban en la escalera. Pero también reíamos: bailábamos sevillanas en la cocina los domingos por la mañana, hacíamos rosquillas en Semana Santa y poníamos villancicos en Navidad aunque no tuviéramos árbol.

El tiempo pasó volando. Sofía empezó a trabajar limpiando casas; Marta ayudaba a una vecina mayor con las compras; Lucía soñaba con ser veterinaria y recogía gatos callejeros para curarlos en secreto. Yo envejecía deprisa, pero ellas me daban vida.

Hasta esa noche. El coche negro seguía ahí fuera. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Y si es la policía? —susurró Lucía, apretando mi mano.

—No hemos hecho nada malo —intenté tranquilizarlas, aunque ni yo misma me lo creía.

De pronto, llamaron al timbre. Un golpe seco, decidido. El silencio se hizo espeso como el chocolate caliente.

—Voy yo —dijo Sofía, erguida como una reina herida.

Bajé tras ella por el pasillo oscuro. Al abrir la puerta, una mujer elegante nos miró con ojos húmedos.

—¿Sofía? ¿Marta? ¿Lucía? —su voz temblaba—. Soy vuestra tía Ana… Llevo años buscándoos.

Las niñas se quedaron petrificadas. Yo sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

La historia salió a la luz: su madre había muerto en un accidente; su padre desapareció poco después. Nadie supo dónde estaban hasta que una vecina vio una foto antigua y avisó a Ana. El coche negro era suyo; venía a llevarlas a casa.

Nos abrazamos todos entre lágrimas y promesas rotas. Las niñas lloraban de alegría y miedo; yo solo podía pensar en cómo sería mi vida sin ellas.

Ahora la casa está más vacía que nunca. A veces me pregunto si hice bien escondiéndolas tanto tiempo o si debí buscar ayuda antes. ¿Qué habríais hecho vosotros? ¿Hasta dónde llega el amor cuando el miedo manda?