Me llamaban “el pringao” en mi familia… hasta que adopté a tres niños que nadie quería. Treinta años después, la vida me dio la razón
—¿Pero tú estás loco, Juan? ¿Adoptar a tres niños? ¡Si apenas puedes con tu vida! —La voz de mi hermana Carmen retumbaba en la cocina, mezclándose con el olor a café recién hecho y pan tostado. Mi madre, sentada al otro lado de la mesa, bajó la mirada y murmuró: —Siempre has sido un poco tonto, hijo… ¿Por qué no piensas las cosas antes de meterte en líos?
Me quedé callado, apretando los puños bajo la mesa. Desde pequeño, en mi familia siempre fui el pringao, el que no valía para los estudios ni para el fútbol, el que se quedaba embobado mirando las nubes mientras los demás se reían. En nuestro pueblo de Castilla-La Mancha, eso era casi pecado mortal. Aquí, o eres espabilado o te comen vivo.
Pero aquel día no podía callarme más. —No son un lío, mamá. Son niños. Y nadie los quiere. ¿Eso no os dice nada?
Mi padre ni levantó la vista del periódico. —Haz lo que quieras, pero luego no vengas llorando.
Así empezó todo. Yo tenía treinta y pocos años, trabajaba como reponedor en el supermercado del pueblo y vivía en una casa pequeña heredada de mis abuelos. No tenía pareja ni hijos, y la gente murmuraba que se me iba a pasar el arroz. Pero cuando vi a esos tres hermanos —Lucía, de ocho años; Sergio, de seis; y la pequeña Ana, de cuatro— sentados en un banco del ayuntamiento, con los ojos llenos de miedo y las manos apretadas entre sí, supe que tenía que hacer algo.
No fue fácil. El papeleo era un infierno y los servicios sociales no se fiaban mucho de mí. “Un hombre solo, sin experiencia…”, decían. Pero yo insistí. Me recorrí medio pueblo buscando firmas de apoyo, hablé con el cura, con la alcaldesa, hasta con la farmacéutica. Al final, me dieron la tutela temporal.
La primera noche en casa fue un desastre. Ana lloraba sin parar y Lucía no quería cenar. Sergio se meó en la cama y yo no sabía ni cómo consolarles. Me senté en el pasillo, con la cabeza entre las manos, pensando que igual tenían razón: igual sí era tonto.
Pero al día siguiente les preparé chocolate caliente y churros. Les llevé al parque y les enseñé a jugar a las chapas como hacía mi abuelo conmigo. Poco a poco, fueron confiando en mí. Empezaron a llamarme “papá” sin que yo se lo pidiera.
La gente del pueblo me miraba raro al principio. Algunos decían que lo hacía por llamar la atención; otros susurraban que seguro que algo quería sacar. Pero yo seguí adelante. Les llevé al colegio cada mañana, les ayudé con los deberes y les conté historias antes de dormir.
Pasaron los años. Lucía se hizo una joven fuerte y valiente; estudió enfermería y ahora trabaja en el hospital de Ciudad Real. Sergio se enamoró del campo y se quedó en el pueblo; tiene una pequeña granja ecológica y vende quesos en el mercado. Ana es profesora de música en Madrid y cada vez que puede vuelve para tocar el piano en las fiestas del pueblo.
Treinta años después, mi casa está llena de fotos, risas y nietos correteando por el patio. Mi hermana Carmen viene cada domingo a comer paella con nosotros y mi madre, ya muy mayor, me mira con orgullo aunque nunca lo diga en voz alta.
A veces me siento en el porche al atardecer y pienso en todo lo que dijeron de mí: “tonto”, “pringao”, “soñador”. Y sonrío. Porque al final, ¿no es más valiente quien se atreve a querer sin miedo?
¿Y tú? ¿Te atreverías a desafiar lo que todos esperan de ti por hacer lo correcto?