El Favoritismo de Mi Suegra: Una Familia Rota por Dentro
—¿Por qué no puedes ser más como Andrés? —La voz de doña Rosa retumbó en la cocina mientras yo, con las manos temblorosas, intentaba servir el café sin derramarlo. Mi esposo, Julián, bajó la mirada, como si las baldosas pudieran tragarlo. Andrés, su hermano menor, sonrió con esa suficiencia que solo los favoritos pueden permitirse.
No era la primera vez que lo escuchaba. Desde que me casé con Julián y me mudé a la casa familiar en las afueras de Medellín, supe que nunca sería suficiente para ella. Andrés era el hijo brillante, el que había conseguido trabajo en una multinacional en Bogotá y regresaba cada mes con regalos caros y anécdotas de éxito. Julián, en cambio, trabajaba largas horas en la panadería del barrio y apenas alcanzábamos para pagar las cuentas.
—Mamá, por favor… —intentó decir Julián, pero doña Rosa lo interrumpió.
—No me vengas con excusas. Si hubieras estudiado como tu hermano, no estaríamos así.
Yo apreté los labios. ¿Así cómo? ¿Viviendo bajo su techo porque no podíamos permitirnos un alquiler propio? ¿Así de humillados?
La tensión era constante. Cada comida era un campo minado de comparaciones y reproches. Cuando quedé embarazada, pensé ingenuamente que las cosas cambiarían. Que un nieto uniría a la familia. Pero el día que le dimos la noticia, doña Rosa apenas levantó la vista del noticiero.
—Espero que ese niño salga a su tío —dijo sin emoción.
Las palabras me dolieron más de lo que admití. Julián intentó consolarme esa noche, pero yo sentía un vacío creciendo dentro de mí, uno que ni siquiera el amor de mi esposo podía llenar.
El embarazo fue difícil. Sufrí preeclampsia y pasé semanas en cama. Doña Rosa apenas se acercaba a mi cuarto; solo entraba para dejarme comida fría o para recordarme que no podía darme el lujo de enfermarme porque «en esta casa todos trabajamos». Andrés venía de vez en cuando, siempre con regalos para su madre y bromas para Julián. A mí apenas me dirigía la palabra.
Una tarde, escuché una conversación entre doña Rosa y Andrés en la sala.
—Mamá, deberías decirle a Julián que se mude. Esta casa es pequeña y tú necesitas tranquilidad.
—¿Y a dónde van a ir? —preguntó ella.
—No sé, pero tú no tienes por qué cargar con ellos. Yo puedo ayudarte si quieres mudarte a un apartamento mejor.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era posible que nos echaran? ¿Después de todo lo que habíamos hecho por ella?
El día que nació mi hija, Camila, Julián lloró de felicidad. Yo también lloré, pero de miedo: miedo a criar a mi hija en un ambiente tan hostil. Doña Rosa vino al hospital solo porque Andrés la llevó en su carro nuevo. Sostuvo a Camila unos segundos y luego la devolvió como si fuera un paquete incómodo.
—Es bonita —dijo—, pero tiene los ojos de Julián.
Los meses pasaron y la situación empeoró. Julián trabajaba cada vez más horas y yo me sentía sola, atrapada entre pañales y reproches silenciosos. Andrés venía menos seguido pero cada vez que lo hacía, traía algo para su madre: una licuadora nueva, perfumes importados, dinero para arreglar el techo. Yo no podía competir con eso.
Un día, Camila se enfermó gravemente. Tenía fiebre alta y convulsionó en mis brazos. Corrí al hospital con ella mientras Julián salía corriendo del trabajo para alcanzarnos. Doña Rosa ni siquiera apareció.
—¿Por qué no le avisaste a tu mamá? —le pregunté a Julián entre lágrimas.
—Le llamé… pero dijo que estaba ocupada con Andrés en el banco —me respondió él, derrotado.
Camila se recuperó, pero yo ya no era la misma. Empecé a pensar en irme, aunque no tenía a dónde ni cómo. Una noche, después de una discusión especialmente dura con doña Rosa —quien me acusó de ser una carga y de «apagarle la vida a su hijo»—, empaqué una maleta pequeña y tomé a Camila en brazos.
Julián me encontró en la puerta.
—¿A dónde vas? —me preguntó con voz quebrada.
—No puedo más aquí —le dije—. No quiero que nuestra hija crezca sintiéndose menospreciada por su propia abuela.
Él dudó unos segundos y luego me abrazó fuerte.
—Voy contigo —susurró.
Esa noche dormimos los tres en casa de mi tía Lucía, en un barrio humilde pero lleno de calor humano. No teníamos nada salvo nuestras ropas y el miedo al futuro. Pero por primera vez en años sentí alivio.
Los meses siguientes fueron duros. Julián consiguió trabajo como ayudante de construcción y yo vendía empanadas en la esquina mientras cuidaba a Camila. A veces lloraba por las noches pensando en todo lo perdido: la casa donde soñé criar a mi hija, la familia que nunca fue mía realmente.
Un día recibí una llamada inesperada: doña Rosa estaba enferma, hospitalizada por una complicación cardíaca. Andrés estaba fuera del país por trabajo y nadie más podía cuidarla. Dudé mucho antes de ir al hospital.
Cuando llegué, doña Rosa estaba sola en una cama fría. Me miró con esos ojos duros que siempre me juzgaron.
—¿Por qué viniste? —preguntó con voz débil.
—Porque soy familia —le respondí—. Y porque Camila merece conocer a su abuela sin rencores.
No lloró ni pidió perdón. Solo asintió levemente y cerró los ojos. Me quedé allí hasta que Andrés llegó dos días después con su traje caro y su indiferencia habitual.
Hoy vivo lejos de esa casa, pero las heridas siguen abiertas. Julián y yo seguimos luchando juntos por Camila, intentando darle el amor y la seguridad que nos negaron tantas veces. A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a doña Rosa o si mi hija crecerá preguntándose por qué su abuela nunca la quiso como al hijo dorado de la familia.
¿Vale la pena sacrificar tu paz por mantener unida una familia rota? ¿Cuántos hogares latinoamericanos viven bajo el peso del favoritismo y los sueños frustrados? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?