No soy tu criada: la historia de Lucía

—¿Otra vez la cena fría, Lucía? ¿En qué pierdes el tiempo todo el día? —La voz de Antonio retumbó en la cocina, como si cada palabra fuera una losa más sobre mis hombros.

Me quedé quieta, con el cucharón en la mano y la mirada fija en el suelo de baldosas. El olor a lentejas se mezclaba con el de mi frustración. ¿En qué pierdo el tiempo? En limpiar su ropa, en hacer la compra, en ayudar a los niños con los deberes, en cuidar de su madre cuando viene los domingos. Pero eso nunca cuenta. Eso nunca es suficiente.

—No soy tu criada —susurré, casi sin voz.

Antonio ni siquiera me miró. Se sentó frente al televisor y encendió el fútbol. Mi hijo mayor, Sergio, me lanzó una mirada rápida, como pidiendo permiso para irse a su cuarto. Mi hija pequeña, Marta, jugaba con una muñeca rota en la alfombra. Nadie dijo nada más.

Esa noche no dormí. Me revolvía en la cama, escuchando el ronquido pesado de Antonio. Pensaba en mi madre, que siempre decía: “Lucía, estudia para que no dependas de nadie”. Pero yo me enamoré joven y dejé la universidad cuando nació Sergio. “Ya volverás”, me prometí entonces. Pero los años pasaron entre pañales, cenas y lavadoras.

A la mañana siguiente, mientras barría el pasillo, sentí una rabia nueva. ¿Por qué tenía que pedir permiso para vivir? ¿Por qué mis sueños eran menos importantes que los de Antonio? Recordé cómo me gustaba escribir cuando era joven. Tenía cuadernos llenos de historias guardados en una caja bajo la cama. ¿Y si volvía a escribir? ¿Y si intentaba ser algo más que la sombra de todos?

Esa tarde, cuando Antonio llegó del trabajo, le propuse hablar.

—Antonio, quiero apuntarme a un taller de escritura en el centro cultural —le dije, con las manos temblorosas.

Él frunció el ceño.

—¿Y quién va a hacer la cena? ¿Quién va a llevar a Marta al médico?

—Podrías ayudar tú también —me atreví a decir.

Se rió, como si hubiera contado un chiste absurdo.

—Mujer, tú eres la que está en casa. Yo trabajo todo el día.

Sentí que algo se rompía dentro de mí. No era solo cansancio; era indignación. Me fui al baño y lloré en silencio para que los niños no me oyeran.

Los días siguientes fueron una batalla muda. Antonio me ignoraba o hacía comentarios sarcásticos: “¿Ya eres escritora famosa?”, “¿Vas a dejar que los niños se críen solos por tus cuentos?”. Sergio empezó a preguntarme si estaba enfadada con papá. Marta me abrazaba más fuerte por las noches.

Pero fui al taller. La primera vez que crucé la puerta del centro cultural sentí miedo y libertad al mismo tiempo. Había otras mujeres como yo: Carmen, que había sido enfermera y ahora cuidaba a sus nietos; Pilar, divorciada después de treinta años de matrimonio; Elena, joven y llena de rabia contra el mundo. Compartimos historias y risas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que pertenecía a algún sitio.

Empecé a escribir relatos sobre mujeres invisibles, sobre madres que sueñan con escapar, sobre niñas que no quieren crecer para no perderse a sí mismas. Gané un pequeño concurso local y mi relato salió publicado en la revista del barrio. Cuando lo vi impreso, lloré de alegría.

Antonio no lo celebró. Ni siquiera lo leyó. Pero Sergio sí lo hizo. Una tarde entró en mi cuarto con el recorte en la mano.

—Mamá, ¿esto lo has escrito tú? —me preguntó con asombro.

—Sí —le respondí, conteniendo las lágrimas.

—Está muy bien —dijo—. ¿Puedo enseñárselo a mi profe?

Ese pequeño gesto me dio fuerzas para seguir. Empecé a poner límites: repartí las tareas de casa entre todos, aunque al principio protestaron. Aprendí a decir “no” sin sentirme culpable. Empecé a salir con mis amigas del taller y a soñar con publicar un libro algún día.

No fue fácil. Antonio se enfadó muchas veces. Hubo gritos y silencios largos en la mesa del comedor. Mi suegra me llamó “egoísta” por pensar en mí misma antes que en la familia. Pero yo ya no podía volver atrás.

Una noche, después de una discusión especialmente dura, Antonio me miró como si no me reconociera.

—¿Qué te pasa últimamente? Ya no eres la misma.

Le respondí con voz firme:

—No quiero ser solo tu criada ni la madre de tus hijos. Quiero ser yo misma también.

Se quedó callado mucho rato. No sé si lo entendió del todo, pero desde entonces empezó a cambiar poco a poco: puso la mesa alguna vez sin que se lo pidiera, llevó a Marta al parque un sábado por la mañana… Pequeños gestos que para mí eran enormes victorias.

Hoy sigo luchando cada día por mi espacio y mis sueños. No es fácil romper con años de costumbres y expectativas ajenas, pero he aprendido que nadie va a regalarme mi dignidad: tengo que pelearla yo misma.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres habrá como yo, sintiéndose invisibles en sus propias casas? ¿Cuándo aprenderemos todos que cuidar también es un trabajo digno y que merecemos ser algo más que las sombras de los demás?

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que te apagabas poco a poco? ¿Qué harías tú para volver a encender tu propia luz?