Nunca viví con mi suegra y no pienso tolerar nueras en mi casa
—¡No, mamá! ¡No puedes hacerle esto a Diego! —gritó Lucía, mi hija menor, mientras golpeaba la mesa con el puño. El café tembló en su taza y sentí cómo el aire se volvía denso en la cocina.
Yo la miré, firme, con el corazón latiendo rápido pero sin mostrarlo. —Lucía, en esta casa mando yo. Ya lo sabes. No pienso tolerar que ninguna nuera venga a vivir aquí. Ni ahora ni nunca.
Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del departamento en el centro de Guadalajara. Tenía cincuenta y seis años y, después de un matrimonio de veinticinco años con Armando —un hombre bueno pero machista—, finalmente había encontrado mi paz. El divorcio fue un infierno: peleas, gritos, abogados, y la familia de él señalándome como la culpable de todo. Pero sobreviví. Y aprendí que mi tranquilidad es sagrada.
Hace tres años conocí a Ernesto en un taller de literatura. Él también venía de un matrimonio roto y, como yo, no quería volver a casarse. Nos entendimos rápido: cada quien en su espacio, sin ataduras legales ni promesas eternas. A veces dormimos juntos, a veces no. Es una libertad que nunca imaginé tener.
Pero ahora Diego, mi hijo mayor, quería traer a su esposa recién casada a vivir aquí «por unos meses», mientras ahorraban para rentar algo propio. Lucía insistía en que era lo correcto, que así se hacía en todas las familias mexicanas: los hijos se quedaban con los padres hasta que podían volar solos. Yo no podía evitar recordar cómo mi propia suegra me hizo la vida imposible cuando recién me casé con Armando.
—¿Te acuerdas de lo que sufrí con doña Rosa? —le dije a Lucía—. Nunca me sentí bienvenida en esa casa. Me criticaba todo: cómo cocinaba, cómo vestía, hasta cómo educaba a ustedes. No quiero repetir esa historia.
Lucía bajó la mirada. —Pero tú no eres como ella…
—¿Y si sí? ¿Y si el resentimiento me gana? Prefiero evitarlo.
Esa noche, Ernesto me abrazó mientras mirábamos una película vieja en el sofá. —¿Estás segura? —me preguntó—. Sé que amas a tus hijos, pero esto puede alejarlos.
—Lo sé —le respondí—. Pero también sé que si cedo ahora, nunca voy a tener paz. Ya sacrifiqué demasiado por todos ellos.
Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas y mensajes de WhatsApp. Mi hermana Patricia me acusó de egoísta: «¡En nuestra familia siempre nos ayudamos!». Mi madre, desde su casa en Tepic, me recordó cómo ella recibió a sus nueras y yernos sin chistar. Hasta mi exmarido se atrevió a llamarme para decirme que estaba decepcionado de mí.
Pero nadie estuvo ahí cuando lloré noches enteras tras el divorcio; nadie me ayudó cuando tuve que buscar trabajo a los cincuenta años porque Armando dejó de pasarme dinero; nadie me preguntó si yo quería compañía o soledad.
Una tarde, Diego vino solo. Lo vi parado en la puerta, con los hombros caídos y los ojos rojos.
—Ma… sólo quiero que sepas que no es fácil para mí pedirte esto —dijo—. Pero Sofía está embarazada y no tenemos a dónde ir.
Sentí un nudo en la garganta. Mi nieto o nieta venía en camino y yo… ¿estaba siendo cruel?
—Diego… —le tomé la mano—. No es por ti ni por Sofía. Es por mí. No quiero volver a perderme en las necesidades de otros. Quiero vivir tranquila estos años que me quedan.
Él asintió, pero vi el dolor en su rostro.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela materna, que crió ocho hijos y nunca tuvo un cuarto propio; mi madre, que siempre puso a todos antes que a sí misma; mis tías, resignadas a cuidar nietos mientras sus hijas trabajaban jornadas dobles.
¿Era yo una traidora por querer algo diferente?
Al día siguiente fui al mercado con Ernesto. Mientras elegíamos jitomates frescos, vi a una señora mayor cargando bolsas pesadas y regañando a una joven —seguramente su nuera— porque no le ayudaba lo suficiente.
—¿Ves? —le dije a Ernesto—. Así empiezan los resentimientos.
Él sonrió y me besó la frente.
Esa tarde cité a Diego y Sofía en una cafetería pequeña cerca del parque Revolución.
—Quiero ayudarles —les dije—, pero no puedo hacerlo abriéndoles las puertas de mi casa. Les presto dinero para la renta del primer mes y les ayudo a buscar algo cerca. Pero necesito que entiendan mis límites.
Sofía lloró en silencio mientras Diego apretaba los dientes. Me sentí una villana.
Pasaron semanas sin que me hablaran mucho. Lucía dejó de visitarme los domingos; Patricia sólo mandaba mensajes cortos; mi madre me colgaba rápido el teléfono.
Pero poco a poco las aguas se calmaron. Diego y Sofía encontraron un departamento pequeño pero bonito; Lucía entendió que yo no era mala madre por querer estar sola; Patricia terminó confesando que ella también soñaba con tener su propio espacio algún día.
Un sábado cualquiera, Diego llegó con Sofía y su pancita ya notoria. Traían pan dulce y café. Nos sentamos juntos en la terraza y hablamos de todo menos del pasado.
—Gracias por ayudarnos —dijo Sofía al despedirse—. Ahora entiendo lo importante que es tener un lugar propio.
Esa noche miré el techo de mi recámara y pensé en todas las mujeres que aún sienten culpa por elegir su paz sobre las expectativas familiares.
¿De verdad está mal querer estar sola? ¿Cuántas veces más tendremos que sacrificar nuestra tranquilidad para ser consideradas «buenas madres» o «buenas suegras»?
¿Y ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde llega el deber familiar antes de perderse una misma?