El fin de semana que nunca fue mío

—¿Ya escuchaste lo que dijo tu mamá? —le susurré a Daniel, apretando el teléfono contra mi pecho como si así pudiera detener el tiempo.

Él ni siquiera levantó la vista del televisor. —¿Qué cosa, amor?

—Que viene el sábado temprano. Que trae guantes, cloro y ganas de limpiar hasta los rincones que ni Dios conoce —le respondí, sintiendo cómo la ansiedad me subía por el cuello.

Daniel suspiró, resignado. —Es su manera de ayudar, ya sabes cómo es.

Pero yo sí sabía. Sabía que cada vez que mi suegra, doña Carmen, cruzaba la puerta de nuestra casa en el barrio de San Miguelito, traía consigo una tormenta de críticas disfrazadas de consejos y una mirada que parecía encontrar suciedad hasta en el aire. Y esta vez, después de semanas soñando con un fin de semana solo para mí, con mi cafecito y mi libro en la hamaca, la noticia me cayó como balde de agua fría.

El sábado amaneció con el sonido del timbre y la voz potente de doña Carmen: —¡Buenos días! ¡Traje pan dulce y escobas nuevas!

Me obligué a sonreír. —Pase, doña Carmen. Qué gusto verla.

—¿Gusto? Si vieras cómo está tu sala… Pero no te preocupes, para eso estoy yo —dijo, entrando como huracán y dejando su bolso sobre la mesa.

Daniel desapareció convenientemente hacia el patio, donde supuestamente tenía que arreglar la bomba de agua. Me quedé sola con ella y su ejército de productos de limpieza.

—¿Y los niños? —preguntó mientras sacudía los cojines del sofá con una fuerza que solo da la indignación.

—Están donde mi mamá —respondí, sintiendo una punzada de culpa. Había planeado ese respiro para mí, no para limpiar.

—Bueno, así avanzamos más rápido. Mira, hija, no es por criticar, pero esta casa necesita mano dura. ¿Te acuerdas cómo era la casa de mi mamá en Veracruz? Siempre olía a limpio. Por eso Daniel nunca se enfermaba…

No respondí. Me limité a seguirla por la casa mientras ella señalaba manchas invisibles y me contaba historias de su infancia pobre pero digna. Cada palabra era una comparación velada con mi propia forma de llevar el hogar.

A media mañana ya estaba agotada. El sudor me corría por la frente y mis manos olían a cloro. Doña Carmen no paraba:

—¿Y tu trabajo? ¿No te cansa tanto estar en la oficina? Yo no entiendo cómo pueden las mujeres hoy en día… Antes uno se dedicaba a la casa y punto.

Sentí el nudo en la garganta. Quise decirle que sí, que estaba cansada, que a veces sentía que me partía en mil pedazos para cumplir con todo: el trabajo, los niños, Daniel… y ahora ella. Pero no dije nada. Me limité a frotar más fuerte el piso.

En un momento de silencio incómodo, doña Carmen se detuvo frente al retrato familiar del comedor. Lo tomó entre sus manos y lo limpió con delicadeza inusual.

—¿Sabes? Yo también tuve sueños —dijo de repente, su voz más suave—. Pero la vida… bueno, uno hace lo que puede.

La miré sorprendida. Por primera vez vi a la mujer detrás de la suegra: una madre sola que cruzó medio país para darle un futuro mejor a su hijo. Una mujer que perdió a su esposo en un accidente cuando Daniel era apenas un niño y que desde entonces cargó con todo sola.

—A veces siento que no soy suficiente —me atreví a confesarle, bajando la mirada.

Ella me miró largo rato antes de responder:

—Nadie lo es, hija. Pero aquí estamos, ¿no? Haciendo lo que podemos.

Por un momento compartimos ese cansancio ancestral que une a las mujeres de todas las generaciones. Pero el instante se rompió cuando Daniel entró con cara de niño regañado:

—¿Ya terminaron? ¿Quieren café?

Doña Carmen volvió a su tono habitual:

—¡Claro! Pero primero ayúdame a mover este mueble. Tu esposa sola no puede con todo.

Daniel me lanzó una mirada cómplice y juntos movimos el mueble pesado del comedor. Al hacerlo, descubrimos una caja polvorienta escondida detrás.

—¿Y eso? —pregunté.

Doña Carmen palideció al verla. Se agachó y abrió la caja con manos temblorosas. Dentro había cartas viejas, fotos en blanco y negro y un pequeño rosario roto.

—Son cosas de tu papá —le dijo a Daniel con voz quebrada—. No sabía que aún estaban aquí.

Daniel se sentó en el suelo y empezó a leer una carta en voz alta. Era una despedida: palabras escritas por un hombre que sabía que no volvería a casa después de aquel viaje en carretera.

Doña Carmen lloró en silencio mientras yo le tomaba la mano. Por primera vez entendí el peso que llevaba encima: no solo era una suegra metiche; era una mujer marcada por la pérdida y el miedo constante de perder lo poco que le quedaba.

La limpieza continuó en silencio después de eso. Cada trapo pasado sobre los muebles era también un intento de limpiar viejas heridas.

Al final del día, la casa brillaba y olía a lavanda artificial. Doña Carmen se despidió con un abrazo inesperado:

—Gracias por dejarme ayudar —me dijo al oído—. A veces solo quiero sentirme útil…

Me quedé sola en la sala mientras Daniel acompañaba a su mamá hasta el taxi colectivo. Miré alrededor: todo estaba limpio, pero dentro de mí seguía ese desorden emocional que ni el cloro podía borrar.

Esa noche, mientras Daniel dormía abrazado a mí, pensé en todas las mujeres como doña Carmen y como yo: mujeres que cargan culpas ajenas, expectativas imposibles y sueños postergados por cuidar a otros.

¿Hasta cuándo vamos a seguir limpiando casas ajenas y corazones rotos sin pedir nada para nosotras mismas? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites sin sentirnos malas hijas, malas esposas o malas madres?