A los sesenta, el corazón también late fuerte

—¿Me pone dos zanahorias y una ramita de perejil? Pero que huela a campo, como las que tenía mi abuela en su huerto —dije, intentando sonar desenfadada, aunque la voz me temblaba un poco.

Tomás levantó la vista de la caja de tomates y me sonrió. No era una sonrisa cualquiera: era cálida, sincera, como si me reconociera de otra vida. Sentí un cosquilleo en el estómago, algo que no experimentaba desde hacía décadas. Tenía sesenta años y, hasta ese momento, creía que mi vida sentimental había terminado con la muerte de Antonio, mi marido. Pero ese día, en el bullicio del mercado de mi barrio en Salamanca, todo cambió.

—Claro que sí, señora. Pero le advierto que estas zanahorias no son para cualquiera —bromeó Tomás, mientras elegía con mimo las más frescas.

Me reí. Hacía mucho que no me reía así, con ganas. Le di las gracias y me marché con la bolsa en la mano y el corazón latiendo demasiado deprisa para mi edad. Caminé hasta casa preguntándome si aquello había sido real o solo una tontería de mujer mayor.

Durante días, no pude sacarme su sonrisa de la cabeza. Volví al mercado la semana siguiente, aunque no necesitaba nada. Cuando llegué a su puesto, Tomás me saludó como si me estuviera esperando.

—¿Hoy qué le apetece? ¿Unas acelgas o mejor unas flores? —dijo señalando un pequeño ramo de margaritas silvestres.

—Hoy quiero flores —respondí sin pensar.

Así empezó todo. Cada sábado encontraba una excusa para pasar por su puesto. Hablábamos de recetas, del tiempo, de los nietos que él tenía y yo aún esperaba tener algún día. Poco a poco, nuestras conversaciones se alargaron y un día me invitó a tomar un café en la terraza del bar de la plaza.

—¿No le importa lo que diga la gente? —le pregunté mientras removía el café con nerviosismo.

—¿La gente? A estas alturas, ¿qué más da? —respondió Tomás encogiéndose de hombros—. Yo solo sé que me gusta hablar contigo.

Me sentí ligera, como si me hubieran quitado años de encima. Pero al llegar a casa, la realidad me golpeó: ¿qué pensarían mis hijos? ¿Y mis amigas del club de lectura? ¿No era ridículo enamorarse a los sesenta?

La primera en enterarse fue mi hija Lucía. Una tarde, mientras preparábamos juntas una tortilla de patatas, se lo solté casi sin querer:

—He conocido a alguien.

Lucía dejó caer el tenedor y me miró como si hubiera dicho una barbaridad.

—¿Alguien? ¿Qué alguien? Mamá, ¿estás bien?

—Sí, hija. Es Tomás, el del puesto de verduras del mercado. Me hace sentir viva otra vez.

Lucía frunció el ceño y suspiró.

—Mamá, papá solo lleva tres años muerto… No sé si es buena idea. Además, ¿qué dirá la familia?

Sentí una punzada de culpa. ¿Estaba traicionando la memoria de Antonio? ¿Era egoísta por querer volver a sentirme querida?

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi hijo Álvaro apenas me habló durante semanas. Mis amigas del club cuchicheaban a mis espaldas: “A su edad…”, “¿No será que está sola y se agarra a lo primero que pasa?”.

Pero Tomás seguía ahí cada sábado, con una sonrisa y un ramo de flores silvestres. Una tarde me atreví a invitarle a cenar a casa. Cociné cocido madrileño y abrí una botella de vino tinto.

—¿No tienes miedo? —me preguntó Tomás mientras recogíamos los platos.

—Mucho —admití—. Pero más miedo tengo a quedarme con las ganas.

Esa noche bailamos en el salón al ritmo de Joan Manuel Serrat. Sentí que el tiempo se detenía y que volvía a ser joven.

Poco a poco, mis hijos empezaron a aceptar la situación. Lucía vino un domingo con sus niños y Tomás les preparó zumo de naranja recién exprimido. Álvaro tardó más, pero un día me abrazó y me susurró al oído:

—Solo quiero verte feliz, mamá.

No todo fue fácil. Hubo miradas reprobatorias en misa los domingos y comentarios maliciosos en la panadería. Pero aprendí a ignorarlos. Descubrí que la vida no termina cuando te jubilas ni cuando te quedas viuda; solo cambia de forma.

Ahora paseo con Tomás por el parque cada tarde. Hablamos del pasado sin miedo y soñamos con viajes sencillos: una escapada a la playa de Cádiz o una ruta por los pueblos blancos de Andalucía.

A veces me pregunto si Antonio me mira desde algún lugar y sonríe al verme feliz otra vez. Otras veces dudo: ¿merezco esta segunda oportunidad?

Pero cuando Tomás me toma la mano y me mira como aquel primer día en el mercado, sé que sí.

¿Quién decide cuándo es demasiado tarde para enamorarse? ¿No es acaso el amor lo único que nos mantiene vivos hasta el final?