Al límite de mis fuerzas: La batalla por la dignidad de mi madre

—¿De verdad vas a dejarla ahí, Lucía? —La voz de mi hermana Marta retumba en el pasillo, tan fría como el mármol del hospital.

Me quedo quieta, con las llaves temblando en la mano. Mi madre duerme en la habitación 214, ajena a la tormenta que se desata fuera. Hace tres días que no como bien, que no duermo más de dos horas seguidas. Siento que me estoy rompiendo, pero nadie lo ve. Nadie lo quiere ver.

—¿Y qué propones tú? —le respondo, con la voz rota—. ¿Que la lleve a mi casa otra vez? ¿Que deje a mis hijos solos para cuidar de mamá día y noche?

Marta me mira con ese gesto de superioridad que siempre ha tenido desde pequeñas. Ella, la mayor, la que nunca se mancha las manos. El pequeño, Sergio, ni siquiera ha venido hoy. Dice que el trabajo en Madrid no le permite faltar. Siempre tiene una excusa.

Me acerco a la ventana del hospital y veo cómo el sol cae sobre los tejados de Salamanca. Recuerdo cuando mamá me llevaba al parque de la Alamedilla, cuando aún podía caminar sin ayuda y reía con ganas. Ahora apenas me reconoce. A veces me llama «María», el nombre de su hermana muerta hace años.

—No es justo —susurro—. No es justo para nadie.

Marta suspira y se cruza de brazos.

—Podrías intentarlo un poco más. Hay familias que cuidan a sus mayores en casa hasta el final.

—¿Y tú? ¿Tú lo harías? —le lanzo la pregunta como un dardo. Ella baja la mirada y no responde.

El médico sale de la habitación y nos mira con esa mezcla de compasión y cansancio que tienen los profesionales quemados por el sistema público. Nos explica que mamá necesita cuidados constantes, que su demencia avanza rápido y que pronto dejará de reconocer incluso su propio reflejo.

—Lo mejor sería buscar una residencia especializada —dice él—. Aquí no podemos hacer más.

Marta se va sin despedirse. Me quedo sola en el pasillo, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros. Llamo a Sergio, pero salta el buzón de voz. Mando un mensaje al grupo familiar: «He decidido buscar una residencia para mamá. No puedo más».

Las respuestas llegan rápido:

Sergio: «Haz lo que creas mejor, pero yo no puedo ayudar económicamente ahora».
Marta: «No estoy de acuerdo, pero si no hay otra opción…»

Me siento traicionada y sola. ¿Por qué siempre soy yo la que tiene que tomar las decisiones difíciles? ¿Por qué nadie entiende que también tengo derecho a vivir?

Esa noche, en casa, mis hijos me miran preocupados. Pablo, el mayor, me abraza en silencio. Laura, con solo ocho años, me pregunta si la abuela va a volver a casa. No sé qué decirle.

Empiezo a visitar residencias. Algunas huelen a lejía y soledad; otras parecen hoteles de lujo inalcanzables para nuestro bolsillo. En una, una señora grita pidiendo a su hijo; en otra, un hombre mira la televisión con los ojos vacíos. Me siento culpable por pensar que ese podría ser el futuro de mi madre.

En una residencia pequeña en las afueras, conozco a Carmen, la directora. Me habla con honestidad:

—Aquí intentamos tratarles como personas, no como números. Pero no te voy a mentir: esto nunca es fácil para nadie.

Le cuento mi historia entre lágrimas. Carmen me escucha sin juzgarme.

—No eres mala hija por buscar ayuda —me dice—. Eres humana.

Firmo los papeles con las manos temblorosas. El día del ingreso, mamá me mira confundida.

—¿Nos vamos a casa? —pregunta con voz débil.

—Sí, mamá —le miento—. Vamos a un sitio donde te van a cuidar mucho.

La dejo en su habitación nueva, decorada con fotos antiguas y su mantita favorita. Cuando salgo al pasillo, me derrumbo. Siento que he fallado como hija, como madre, como persona.

Las semanas pasan y las visitas se convierten en rutina. Mamá está más tranquila, pero cada vez habla menos. Marta viene una vez al mes; Sergio ni eso. Yo sigo llevando la culpa como una mochila llena de piedras.

Un día, Pablo me encuentra llorando en la cocina.

—Mamá —me dice—, hiciste lo correcto. No puedes hacerlo todo sola.

Le abrazo fuerte y lloro sobre su hombro. Quizá tenga razón. Quizá no sea tan mala hija como creo.

Pero cada noche me asalta la misma pregunta: ¿Dónde termina nuestra obligación como hijos? ¿Cuándo tenemos derecho a pensar en nosotros mismos sin sentirnos egoístas?

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llegaríais por vuestros padres sin perderos a vosotros mismos?