Bajo el Reloj de mi Suegra: Vivir en la Sombra de Carmen
—¿Otra vez llegas tarde a la cena, Lucía? —la voz de Carmen retumbó en el pasillo antes de que pudiera quitarme siquiera el abrigo. Eran las nueve y cuarto, apenas quince minutos después de mi jornada en la tienda, pero para ella era una ofensa imperdonable.
—Lo siento, había mucho tráfico en Gran Vía —intenté justificarme, sintiendo cómo la culpa me apretaba el pecho.
Carmen me miró con esos ojos grises que no admitían excusas. Alejandro, mi marido, estaba ya sentado en la mesa, mirando su móvil. No dijo nada. Como casi siempre.
Desde que nos mudamos a su casa en Chamberí, mi vida se convirtió en una coreografía de relojes y normas. Carmen tenía horarios para todo: desayuno a las siete y media, comida a las dos en punto, cena a las nueve. Si llegabas tarde, aunque fuera por un minuto, te esperaba ese silencio denso o, peor aún, una frase cortante que te hacía sentir diminuta.
Al principio pensé que era cuestión de adaptarse. “Es solo hasta que ahorremos para nuestro piso”, me repetía Alejandro. Pero los meses pasaban y cada día sentía que perdía un poco más de mí misma.
Una noche, mientras fregaba los platos —porque según Carmen «las tareas se reparten según quién llega antes»—, escuché cómo le decía a Alejandro en el salón:
—Tu mujer no sabe organizarse. Así nunca tendrá una familia propia.
Me mordí el labio para no llorar. No era la primera vez que lo insinuaba. Yo quería hijos, pero ¿cómo traerlos al mundo en medio de tanta presión?
Las discusiones entre Alejandro y yo se hicieron más frecuentes. Él intentaba mediar, pero siempre acababa diciendo: “Es su casa, Lucía. Hay que respetar sus normas”.
Una tarde de domingo, mientras Carmen dormía la siesta, me atreví a hablar con él:
—¿No ves que me estoy apagando aquí dentro? Ya no soy yo. Echo de menos reírme contigo sin miedo a que nos escuche. Echo de menos sentirme bienvenida en mi propia casa.
Alejandro suspiró y me tomó la mano:
—Lo sé… Pero ahora mismo no podemos permitirnos otro sitio. Aguanta un poco más, por favor.
Aguantar. Esa palabra se convirtió en mi mantra y mi condena.
Empecé a buscar excusas para quedarme más tiempo en el trabajo o salir con mi amiga Marta. Ella fue la única que me escuchó sin juzgarme:
—Lucía, tienes derecho a poner límites. No eres menos por querer tu espacio —me dijo una tarde en una terraza de Malasaña.
Pero poner límites en casa de Carmen era como intentar mover una montaña con las manos desnudas.
Un día, después de una discusión especialmente dura —había dejado una taza fuera de lugar— Carmen me miró fijamente y dijo:
—En esta casa se hace lo que yo digo. Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta.
Me quedé helada. Alejandro bajó la mirada. Nadie dijo nada más esa noche.
Esa frase me persiguió durante días. ¿De verdad tenía que elegir entre mi dignidad y un techo? ¿Entre mi matrimonio y mi paz mental?
Una mañana, mientras preparaba café antes de ir al trabajo, Carmen entró en la cocina y me sorprendió llorando en silencio.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó sin suavidad.
—Nada… Solo estoy cansada —mentí.
Ella me miró durante unos segundos eternos y luego dijo algo que nunca olvidaré:
—Yo también tuve que aguantar mucho cuando era joven. Pero al final aprendí que nadie te va a regalar tu sitio. Tienes que pelearlo.
No sé si fue un consejo o una advertencia. Pero esa frase me dio fuerzas para enfrentarme a Alejandro esa misma noche:
—No puedo más. O buscamos otra solución o me voy a casa de mis padres hasta que podamos vivir solos.
Por primera vez vi miedo en sus ojos. Pero también entendió que hablaba en serio.
No fue fácil. Tuvimos discusiones, lágrimas y silencios incómodos. Pero finalmente encontramos un pequeño estudio en Lavapiés. No era gran cosa, pero era nuestro refugio.
El día que hicimos la mudanza, Carmen no vino a despedirse. Solo dejó una nota en la mesa: “Espero que encuentres tu sitio”.
Ahora, cuando ceno con Alejandro sin mirar el reloj y puedo dejar una taza fuera de lugar sin miedo, pienso en todo lo que perdí… y todo lo que gané.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Lucías habrá viviendo bajo el reloj de otra persona? ¿Dónde termina el respeto y empieza el olvido de uno mismo?