Bodas en pausa: La verdad que nunca quise escuchar
—¿Por qué ahora, mamá? —pregunté, con la voz quebrada, mientras sostenía el móvil con manos temblorosas. Iván me miraba desde el otro lado de la mesa, su sonrisa aún flotando en el aire, ajeno al abismo que se acababa de abrir bajo mis pies. El aroma a café recién hecho y la melodía suave de Sabina se volvieron de repente ajenos, como si ya no pertenecieran a mi mundo.
—Por favor, Lucía, ven rápido. Trae los papeles del seguro. Es urgente —insistió mi madre, su voz apenas un susurro ahogado por el llanto.
No recuerdo cómo salimos del café. Iván pagó la cuenta y me tomó de la mano, pero yo ya no estaba allí. Mi mente repasaba mil escenarios: un accidente, una enfermedad, algo con mi padre… Pero nada me preparó para lo que encontré al llegar al hospital Virgen del Rocío.
Mi madre estaba sentada en una sala de espera, los ojos hinchados y rojos. Mi padre, normalmente tan fuerte y seguro, parecía haber envejecido diez años en una tarde. Apenas levantó la mirada cuando entré.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, sin atreverme a acercarme del todo.
Mi madre se levantó y me abrazó con una fuerza desesperada. Sentí su cuerpo temblar contra el mío.
—Lucía… hay algo que tenemos que contarte —dijo mi padre, con la voz rota.
Me senté frente a ellos, el corazón golpeando tan fuerte que apenas podía escuchar nada más. Iván se quedó a mi lado, su mano apretando la mía.
—No es fácil decir esto —empezó mi madre—. Pero no podemos seguir ocultándolo. Hoy… hoy ha venido una mujer al hospital preguntando por ti. Dice que es tu madre biológica.
El mundo se detuvo. Sentí que me faltaba el aire. Miré a mis padres, buscando alguna señal de que todo era una broma cruel.
—¿Qué… qué estáis diciendo? —balbuceé.
Mi padre bajó la cabeza.
—Te adoptamos cuando tenías apenas unos días. Siempre quisimos decírtelo, pero nunca encontramos el momento… y luego pasó el tiempo, y cada vez era más difícil.
Las palabras rebotaban en mi cabeza como piedras. ¿Adoptada? ¿Toda mi vida había sido una mentira? Miré a Iván, buscando apoyo, pero él también parecía perdido.
—¿Y esa mujer? ¿Dónde está? —pregunté al fin.
—En la planta de maternidad. Ha venido porque está muy enferma y quiere verte antes de… antes de que sea tarde —dijo mi madre, rompiendo a llorar otra vez.
Me levanté sin pensar y salí corriendo por los pasillos del hospital. No sabía si quería verla o huir para siempre. Pero mis pies me llevaron hasta la habitación indicada. Allí estaba ella: una mujer de unos cincuenta años, pálida y frágil, con los ojos llenos de lágrimas al verme entrar.
—Lucía… —susurró—. Perdóname por todo el daño que te he hecho sin querer…
No supe qué decir. Me quedé en la puerta, paralizada por el miedo y la rabia.
—No entiendo nada —murmuré—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo?
Ella me contó su historia entre sollozos: era muy joven cuando me tuvo, sola y sin recursos en un pueblo de Extremadura. Sus padres la obligaron a darme en adopción para evitar la vergüenza. Nunca dejó de pensar en mí, pero nunca tuvo el valor de buscarme hasta ahora, cuando la enfermedad le había robado toda esperanza menos esa: verme una vez más.
Salí de la habitación con el alma hecha trizas. En el pasillo me esperaba Iván, que me abrazó sin decir nada. Mis padres adoptivos estaban allí también, mirándome con miedo y culpa.
Los días siguientes fueron un torbellino: visitas al hospital, silencios incómodos en casa, llamadas de familiares preguntando por el estado de ánimo de todos menos el mío. La boda quedó en pausa; no podía pensar en flores ni canciones mientras mi vida se desmoronaba.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, exploté:
—¿Por qué nunca me lo dijisteis? ¿No confiabais en mí? ¿Pensabais que no lo entendería?
Mi madre rompió a llorar otra vez. Mi padre intentó explicarse:
—Teníamos miedo de perderte… Eres nuestra hija, Lucía. Siempre lo serás.
Pero yo ya no sabía quién era ni a quién pertenecía. Empecé a evitar a todos: a mis padres, a Iván, incluso a mis amigas. Me sentía extranjera en mi propia vida.
Un día recibí una carta manuscrita de mi madre biológica desde el hospital:
«Querida Lucía,
Sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero quería darte las gracias por haber venido a verme. No busco tu perdón ni tu amor; solo quería que supieras que siempre te he llevado en el corazón. Ojalá encuentres paz y puedas ser feliz con tu familia y con ese chico tan bueno que te acompaña.
Con amor,
María»
Leí la carta una y otra vez hasta que las lágrimas borraron las palabras. Decidí volver al hospital para despedirme de ella antes de que fuera demasiado tarde. Esta vez fui sola.
La encontré dormida, respirando con dificultad. Me senté a su lado y le cogí la mano.
—No sé si podré perdonarte algún día —le susurré—. Pero gracias por darme la vida…
Murió esa misma noche. Salí del hospital sintiéndome vacía pero también extrañamente libre. Volví a casa y encontré a mis padres sentados juntos en el sofá, esperándome como cuando era niña después de una pesadilla.
Me senté entre ellos y lloramos los tres abrazados durante mucho tiempo.
Han pasado meses desde entonces. Iván y yo hemos retomado los preparativos de la boda poco a poco; ahora sé quién quiero ser y con quién quiero compartir mi vida. Pero todavía hay noches en las que me despierto preguntándome quién soy realmente y si algún día podré reconciliar todas mis partes rotas.
¿Hasta qué punto somos lo que nos cuentan? ¿Y cuánto depende de lo que decidimos perdonar?