Cartas bajo el polvo: el secreto de mi padre
—¿Por qué nunca me dijiste la verdad, mamá? —grité al vacío del salón, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras sostenía la carta amarillenta entre los dedos.
Era un martes gris en Madrid, de esos en los que la lluvia parece querer colarse hasta los huesos. Llevaba horas ordenando las cosas de mi madre tras su funeral. El piso olía a humedad y a recuerdos. Al fondo del armario, tras una manta vieja y una caja de zapatos rota, encontré una caja de cartón cubierta de polvo. No tenía nombre, solo una cinta descolorida. Dudé un instante, pero la curiosidad pudo más.
Al abrirla, el olor a papel antiguo me golpeó con fuerza. Dentro había decenas de cartas, todas dirigidas a mí, pero nunca enviadas. El remitente: Tomás García, mi padre. El hombre al que siempre culpé por habernos dejado cuando yo tenía seis años. El hombre del que mi madre nunca quiso hablar.
Me senté en el suelo, incapaz de sostenerme en pie. Saqué la primera carta y la leí con el corazón encogido:
«Querida Lucía,
Sé que no entiendes por qué no estoy contigo. Cada noche sueño con abrazarte y contarte cuentos antes de dormir…»
Las lágrimas me nublaron la vista. ¿Por qué nunca recibí estas cartas? ¿Por qué mamá me hizo creer que papá nos abandonó sin mirar atrás?
Recordé las noches en las que preguntaba por él y ella solo respondía: «No merece la pena hablar de quien no quiso quedarse». Yo crecí con rabia, con una herida abierta que me hacía desconfiar de todos los hombres. Me prometí no ser nunca como ella, pero ahora todo tambaleaba.
Seguí leyendo. En cada carta, Tomás me contaba cómo intentaba verme, cómo iba al colegio y se quedaba en la acera esperando verme salir. Cómo enviaba regalos que nunca llegaron a mis manos. Cómo rogó a mi madre poder hablar conmigo, aunque fuera por teléfono.
—No puede ser… —susurré, sintiendo una mezcla de ira y tristeza.
En una carta fechada en 1998, Tomás escribía:
«Tu madre no me deja verte. Dice que es mejor así, que te hará menos daño si piensas que me fui por voluntad propia. Pero yo nunca quise irme, Lucía. Nunca.»
Me levanté de golpe y tiré la caja al suelo. Las cartas se esparcieron como hojas secas. Sentí un nudo en el estómago. ¿Toda mi vida había sido una mentira?
Esa noche no dormí. Repasé mentalmente cada discusión con mi madre, cada vez que le reproché su frialdad o su silencio. ¿Cuánto dolor guardó para sí? ¿Por qué decidió protegerme mintiéndome?
Al día siguiente llamé a mi tía Carmen, la única hermana de mi madre con la que mantenía algo de relación.
—Carmen, necesito saber la verdad sobre papá —le solté nada más descolgar.
Hubo un silencio largo al otro lado.
—Lucía… tu madre tenía miedo. Temía perderte. Temía que eligieras a tu padre y la dejaras sola. Fue egoísta, sí, pero también estaba rota por dentro.
—¿Y papá? ¿Dónde está ahora?
—Vive en Valencia desde hace años. Intentó ponerse en contacto contigo muchas veces, pero tu madre siempre lo evitó.
Colgué sin despedirme. Sentía rabia, dolor y una extraña esperanza. ¿Y si aún podía recuperar algo?
Pasé días debatiéndome entre el rencor hacia mi madre y el deseo de conocer a ese hombre al que tanto odié sin motivo. Finalmente, reuní valor y busqué su número en internet.
—¿Diga? —su voz era grave, desconocida y familiar al mismo tiempo.
—¿Papá? Soy Lucía…
Hubo un silencio tan largo que pensé que había colgado.
—Lucía… hija… —su voz se quebró—. Llevo toda la vida esperando esta llamada.
Nos citamos en un café cerca de Atocha. Cuando lo vi entrar, supe que era él: los mismos ojos tristes que veía en el espejo cada mañana.
Nos abrazamos torpemente. Él lloró sin vergüenza; yo también.
—Perdóname —susurró—. Lo intenté todo…
Hablamos durante horas. Me contó su versión: cómo luchó por mí en los tribunales, cómo le cerraron todas las puertas, cómo nunca dejó de quererme ni un solo día.
Salí del café con el corazón hecho trizas y al mismo tiempo lleno de algo nuevo: esperanza.
Hoy sigo reconstruyendo mi historia. A veces odio a mi madre por lo que hizo; otras veces la entiendo y lloro por ella. Pero ya no siento ese vacío insoportable.
¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre para proteger a su hija? ¿Y cuánto daño puede causar el silencio? ¿Vosotros habríais perdonado?