Cartas bajo la alfombra: el secreto de Lorenzo

—¿Por qué guardabas esto aquí, Lorenzo? —susurré, con la voz quebrada, mientras sostenía la caja polvorienta que había encontrado bajo la alfombra del dormitorio. El sol de la tarde se colaba por la ventana, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire. Todo el piso olía a ausencia, a ese vacío que deja alguien cuando se va para siempre.

Habían pasado solo dos semanas desde que enterramos a Lorenzo. Treinta y dos años de matrimonio, dos hijos ya adultos, una vida tejida entre rutinas y domingos en familia. Siempre pensé que lo conocía todo de él: sus manías, sus silencios, incluso sus miedos. Pero esa tarde, mientras limpiaba su armario para donar su ropa, sentí que algo crujía bajo mis pies. Era una caja de madera, pequeña y cerrada con llave. La llave estaba en su cajón de la mesilla, junto a su reloj y una foto nuestra en la playa de Sanlúcar.

La abrí temblando. Dentro había decenas de cartas cuidadosamente atadas con una cinta azul. El primer sobre llevaba un nombre que no era el mío: «Para Carmen». El corazón me dio un vuelco.

Me senté en el suelo, incapaz de respirar. Abrí la primera carta. La letra de Lorenzo era inconfundible:

«Querida Carmen,
Hoy he soñado contigo otra vez. Han pasado tantos años desde aquel verano en Cádiz, pero aún recuerdo el olor a salitre en tu pelo…»

Leí una tras otra. Cartas fechadas desde 1991 hasta hace apenas tres años. En todas, Lorenzo le contaba a Carmen detalles de su vida: nuestros viajes, el nacimiento de nuestros hijos, sus dudas, sus sueños frustrados. Le hablaba de mí, de nuestra familia, pero siempre desde una distancia extraña, como si yo fuera solo un personaje secundario en su historia.

No podía dejar de leer. Cada palabra era una puñalada. ¿Quién era yo para él? ¿Su compañera o solo la mujer con la que compartió techo mientras su corazón pertenecía a otra?

Esa noche no dormí. Miraba el techo y repasaba cada gesto de Lorenzo: sus silencios al volver del trabajo, las veces que se quedaba mirando el mar en silencio durante las vacaciones en Galicia, los aniversarios en los que parecía ausente. ¿Había estado siempre pensando en Carmen?

Al día siguiente llamé a mi hermana, Pilar. Necesitaba hablar con alguien.

—¿Te encuentras bien? —preguntó al oír mi voz temblorosa.

—He encontrado algo… No sé cómo explicarlo —le dije entre sollozos—. Lorenzo escribía cartas a otra mujer. A Carmen.

Hubo un silencio incómodo al otro lado del teléfono.

—¿Carmen? ¿La del instituto? —preguntó Pilar finalmente.

—Sí —respondí—. Nunca dejó de escribirle.

Pilar suspiró.

—Mira, Lucía… Nadie conoce del todo a la persona con la que vive. Quizá necesitaba ese recuerdo para seguir adelante.

Colgué sin saber si sentirme consolada o más sola aún.

Durante días no pude mirar a mis hijos a los ojos. ¿Debía contarles? ¿Era justo que supieran que su padre había amado a otra mujer toda su vida?

Una tarde, mientras preparaba café para mi hijo mayor, Álvaro, me atreví a preguntar:

—¿Tú crees que papá era feliz?

Álvaro me miró sorprendido.

—Supongo que sí… Aunque a veces parecía triste. Pero todos tenemos días malos, ¿no?

Asentí en silencio. Guardé las cartas en la caja y las escondí en el fondo del armario.

Pasaron semanas. La casa seguía oliendo a Lorenzo: su colonia en el baño, sus libros subrayados en el salón, sus discos de Sabina apilados junto al tocadiscos. Pero yo ya no podía escuchar esas canciones sin preguntarme si pensaba en Carmen al oírlas.

Un día decidí buscarla. Encontré a Carmen en Facebook: vivía en Sevilla, tenía dos hijos y estaba divorciada. Dudé mucho antes de escribirle. Al final solo puse: «Soy Lucía, la esposa de Lorenzo».

Me respondió al día siguiente:

«Hola Lucía,
Siento mucho tu pérdida. Lorenzo fue muy importante para mí… pero hace muchos años que dejamos de vernos. Solo nos escribíamos cartas para recordar quiénes fuimos alguna vez».

Le pedí que nos viéramos. Nos encontramos en una cafetería cerca de la estación de Santa Justa.

Carmen era una mujer elegante, con el pelo canoso recogido en un moño y unos ojos tristes pero cálidos.

—No quiero hacerte daño —me dijo nada más sentarnos—. Lo nuestro fue un amor adolescente. Después cada uno siguió su camino… Pero nunca dejamos de escribirnos.

—¿Por qué? —pregunté casi sin voz.

—Porque nos recordábamos mutuamente quiénes éramos antes de convertirnos en lo que la vida nos pidió ser —respondió ella—. Pero Lorenzo te quería mucho, Lucía. Siempre hablaba bien de ti.

Salí de aquella cafetería con más preguntas que respuestas. ¿Es posible amar a dos personas a la vez? ¿O solo se puede vivir con una mientras se sueña con otra?

Volví a casa y abrí la última carta que Lorenzo escribió a Carmen:

«Querida Carmen,
Quizá esta sea la última vez que te escriba. Mi salud empeora y no quiero preocupar a Lucía ni a los niños. Gracias por ser mi refugio secreto durante tantos años… Pero ahora solo quiero paz para todos».

Lloré como nunca antes lo había hecho. No por Lorenzo ni por Carmen; lloré por mí misma, por todos los años vividos sin saber toda la verdad.

Hoy sigo sin saber si fui feliz o solo fui parte del decorado de la vida de Lorenzo. Pero aprendí algo: nadie es dueño absoluto del corazón ajeno.

¿Y vosotros? ¿Creéis que es posible vivir una vida plena con alguien que guarda un secreto tan grande? ¿O todos necesitamos un refugio secreto para sobrevivir?