Cincuenta y cinco metros y un solo suspiro: Tres generaciones bajo el mismo techo
—¡Mamá, ¿has visto el paquete de arroz? —gritó Luis desde la cocina, mientras yo me encerraba una vez más en el baño, fingiendo que necesitaba arreglarme el pelo. En realidad, solo quería llorar sin que nadie me viera. Me senté en el borde de la bañera, apretando las manos contra la cara para ahogar el sollozo. Detrás de la puerta, las voces de mi familia llenaban el pequeño piso de Vallecas. Marta reía con Kiko, mi nieto, mientras Luis resoplaba porque la nevera estaba casi vacía otra vez.
No sé cuándo empezó todo a desmoronarse. Quizá fue cuando Luis perdió el trabajo en la obra y Marta tuvo que dejar la tienda porque no podían pagarle más. O quizá fue antes, cuando Kiko nació y yo me vine a vivir con ellos para ayudarles. Pensé que sería temporal, pero ya han pasado casi tres años y seguimos aquí, los cuatro, apretados en cincuenta y cinco metros cuadrados.
—Carmen, ¿te encuentras bien? —la voz de Marta sonó suave al otro lado de la puerta.
—Sí, sí, ahora salgo —mentí, secándome las lágrimas con el dorso de la mano.
Salí del baño y me topé con Kiko corriendo por el pasillo con un cochecito de juguete. Me sonrió con esa inocencia que solo tienen los niños pequeños. Por él aguanto todo esto, me repetí. Pero a veces siento que me ahogo.
La mesa del salón estaba llena de papeles: facturas, recibos del gas, cartas del banco. Luis tenía la cabeza entre las manos. Marta intentaba distraer a Kiko con dibujos animados en la tablet, pero la señal del wifi iba fatal y el niño empezó a protestar.
—No podemos seguir así —dijo Luis de repente, rompiendo el silencio incómodo—. Mamá, esto no es vida para nadie.
Me mordí los labios para no llorar otra vez. Sabía que tenía razón. Pero ¿qué podíamos hacer? Con mi pensión no llegamos ni a mitad de mes. Ellos no encuentran trabajo estable y los alquileres en Madrid están por las nubes.
—¿Y qué propones? —preguntó Marta, cruzándose de brazos—. ¿Nos vamos todos debajo de un puente?
Luis no contestó. Se levantó y salió al balcón a fumar un cigarro. Yo recogí los papeles y los guardé en un cajón. Kiko se subió a mis rodillas y me abrazó fuerte.
Por la noche, cuando todos dormían, me senté junto a la ventana abierta. El aire olía a verano y a cansancio. Pensé en mi marido, fallecido hace años, y en cómo era nuestra vida antes: sencilla pero digna. Ahora todo parece una carrera de obstáculos sin meta.
A veces sueño con tener mi propio espacio otra vez. Un rincón donde leer tranquila o simplemente estar en silencio. Pero cada vez que lo pienso me siento egoísta. ¿Cómo voy a dejarles solos? ¿Cómo voy a abandonar a mi nieto?
Una tarde, mientras preparaba lentejas con lo poco que quedaba en la despensa, escuché a Luis y Marta discutir en voz baja en el dormitorio:
—No aguanto más, Luis. Tu madre está siempre encima y no tenemos intimidad. Kiko no puede ni jugar a gusto.
—¿Y qué quieres que haga? ¿La echo a la calle? ¡Es mi madre!
—No digo eso… pero esto no es vida para nadie.
Me temblaron las manos y casi se me cae la olla al suelo. Me sentí invisible y culpable al mismo tiempo. Sabía que estorbaba, aunque nadie lo dijera en voz alta.
Esa noche apenas dormí. Di vueltas en la cama plegable del salón mientras escuchaba los ronquidos de Luis al otro lado de la pared fina como papel.
Al día siguiente, fui al centro de mayores del barrio para preguntar por pisos tutelados. La trabajadora social me miró con compasión:
—Hay lista de espera, Carmen… Y además, con su pensión sería complicado pagar uno solo.
Salí de allí sintiéndome más sola que nunca.
Las semanas pasaron entre discusiones por el mando de la tele, peleas por el baño y silencios incómodos durante la cena. Un día Kiko se puso malo y tuvimos que llevarlo al hospital porque no paraba de toser. Pasamos horas sentados en urgencias, rodeados de otras familias igual de cansadas y desesperadas.
Cuando por fin volvimos a casa, Marta rompió a llorar:
—No puedo más… No puedo…
Luis la abrazó mientras yo me quedaba quieta en el pasillo, sintiéndome una intrusa en mi propia familia.
Esa noche volví a encerrarme en el baño. Miré mi reflejo en el espejo: ojeras profundas, arrugas nuevas cada día. Me pregunté cuándo había dejado de ser feliz.
Al final, solo me queda aguantar un día más por Kiko, por mis hijos… Pero ¿cuánto tiempo más podremos vivir así sin rompernos del todo?
¿De verdad una familia puede sobrevivir cuando no hay espacio ni para respirar? ¿Cuántos hogares españoles estarán pasando lo mismo ahora mismo? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?