Cortando el pasto, encontré el amor: la historia de Julián y lo que buscó toda su vida

—¡Julián! ¿Vas a quedarte dormido otra vez? —La voz de mi madre, Doña Rosa, retumbó en la cocina como un trueno antes de la tormenta. Apenas eran las cinco y media, pero en el rancho ya olía a café recién hecho y a reproches de toda la vida.

Me levanté de un salto, con el corazón apretado. Sabía que si no salía pronto al potrero, mi madre no me lo perdonaría. El invierno se acercaba y había que cortar suficiente pasto para las vacas. En el campo, en las afueras de San Vicente, El Salvador, la vida no espera a nadie.

—Ya voy, mamá —respondí, aunque mi voz sonó más cansada de lo que quería admitir.

Mientras me ponía las botas embarradas y recogía el machete, pensé en lo mucho que había cambiado mi vida desde que papá murió. Tenía apenas diecisiete años y sentía el peso del mundo sobre mis hombros. Mi hermana menor, Lucía, apenas tenía diez años y siempre me miraba con esos ojos grandes, llenos de preguntas sin respuesta.

Salí al campo mientras el sol apenas asomaba entre los cerros. El rocío mojaba mis pantalones y el aire frío me cortaba la cara. Empecé a cortar el pasto con movimientos mecánicos, tratando de no pensar en nada. Pero los pensamientos siempre vuelven: ¿Era esto todo lo que me esperaba en la vida? ¿Trabajar hasta el cansancio para sobrevivir apenas?

De pronto, escuché un ruido entre los arbustos. Me detuve, con el machete en alto. —¿Quién anda ahí? —pregunté, intentando sonar valiente.

De entre las ramas salió una muchacha. Tenía el cabello negro recogido en una trenza y la ropa sucia de tierra. Sus ojos brillaban como dos luciérnagas en la penumbra.

—No te asustes —dijo ella, levantando las manos—. Solo estoy buscando unas hierbas para mi abuela.

La reconocí: era Mariana, la nieta de Doña Carmen, la curandera del pueblo. Siempre decían que tenía manos mágicas para curar cualquier mal, pero yo nunca me había atrevido a hablarle.

—¿Y por qué tan temprano? —pregunté, bajando el machete.

—Mi abuela está enferma —contestó ella, con la voz temblorosa—. No quiero que nadie la vea así…

Sentí una punzada en el pecho. Sabía lo que era perder a alguien querido. Sin pensarlo mucho, le ofrecí ayudarla a buscar las hierbas. Caminamos juntos entre los matorrales, hablando poco al principio. Pero poco a poco, las palabras empezaron a fluir como un río después de la lluvia.

Me contó cómo su padre se había ido a Estados Unidos cuando ella era niña y nunca volvió. Cómo su madre trabajaba limpiando casas en la ciudad y apenas la veía. Yo le hablé de mi papá y de cómo mi madre se había vuelto más dura desde entonces.

—A veces siento que no tengo derecho a soñar —me confesó Mariana, mirando al suelo—. Todo es tan difícil aquí…

—Yo también lo siento —le respondí—. Pero tal vez si soñamos juntos…

No terminé la frase porque sentí vergüenza. ¿Quién era yo para hablarle así? Un campesino sin futuro ni dinero.

Pero Mariana me sonrió, y en ese momento supe que algo había cambiado dentro de mí.

Durante semanas nos seguimos encontrando en el campo. A veces era casualidad; otras veces, yo buscaba excusas para pasar por donde ella estaba. Mi madre empezó a sospechar algo.

—¿Con quién hablas tanto en el potrero? —me preguntó una tarde mientras pelaba papas.

—Con nadie, mamá —mentí.

Pero Lucía me miró con picardía y luego me abrazó por la espalda.

—A Julián le gusta una muchacha —canturreó ella.

Mi madre frunció el ceño. —No tienes tiempo para novias. Aquí hay mucho trabajo y poca comida para andar pensando en tonterías.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil? ¿Por qué no podía tener derecho a un poco de felicidad?

Una tarde lluviosa, Mariana llegó corriendo hasta mi casa empapada y llorando.

—¡Mi abuela está muy mal! —gritó—. No sé qué hacer…

Sin pensarlo dos veces, salí corriendo con ella bajo la tormenta. Cuando llegamos a su casa, Doña Carmen apenas respiraba. Mariana se arrodilló junto a ella y empezó a rezar entre sollozos.

Yo sentí una impotencia enorme. No podía hacer nada más que tomarle la mano a Mariana y prometerle que todo estaría bien, aunque sabía que tal vez mentía.

Esa noche Doña Carmen murió. El pueblo entero fue al velorio; todos querían despedirse de la curandera que los había ayudado tantas veces.

Mariana quedó sola. Su madre no pudo venir desde la ciudad porque no tenía dinero para el pasaje. Yo traté de estar a su lado todo lo posible, pero mi madre no lo aprobaba.

—No te metas en problemas ajenos —me advirtió—. Bastante tenemos con los nuestros.

Pero yo ya no podía alejarme de Mariana. Sentía que si lo hacía, perdería algo más que una amiga; perdería la única esperanza que me quedaba.

Un día decidí hablar con mi madre.

—Mamá —le dije con voz firme—, quiero estar con Mariana. Ella me necesita y yo la necesito a ella.

Mi madre me miró largo rato sin decir nada. Luego suspiró y se secó las manos en el delantal.

—¿Y cómo piensas mantener una familia si apenas tenemos para comer?

No supe qué responderle. Pero esa noche Mariana vino a buscarme y me dijo algo que nunca olvidaré:

—No necesito riquezas ni promesas imposibles —susurró—. Solo quiero estar contigo y luchar juntos por un futuro mejor.

Así empezó nuestra vida juntos: sin lujos ni certezas, pero con mucho amor y esperanza. Trabajamos duro todos los días; yo cortando pasto y cuidando las vacas, ella vendiendo hierbas medicinales en el mercado.

La gente del pueblo murmuraba al principio: “¿Cómo van a salir adelante esos dos pobres?” Pero poco a poco fuimos ganándonos su respeto con nuestro esfuerzo y honestidad.

Un año después nació nuestro hijo, Mateo. Cuando lo tuve en brazos por primera vez, sentí que todo el dolor y las dudas del pasado se desvanecían como neblina al sol.

Ahora miro hacia atrás y pienso en aquel día en que salí al campo solo para cortar pasto… y encontré mucho más de lo que buscaba: encontré el amor, la fuerza para seguir adelante y una familia por la que vale la pena luchar cada día.

A veces me pregunto: ¿Cuántos sueños se quedan enterrados bajo la rutina y el miedo? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de ser felices por temor al qué dirán o por las dificultades?

¿Y tú? ¿Te atreverías a luchar por lo que amas aunque todo parezca estar en tu contra?