Cuando el amor se pone a prueba: Mi suegra, mi marido y el abismo en casa
—¿Otra vez, Daniel? ¿No ves que no puedo más? —grité, con la voz quebrada, mientras recogía los restos de la cena que su madre había tirado al suelo.
Daniel me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir segura y ahora solo reflejaban distancia. —Es mi madre, Lucía. No puedo dejarla sola. No después de todo lo que ha hecho por mí.
La rabia me subió como un nudo en la garganta. ¿Y yo? ¿Acaso yo no contaba? ¿No era nuestra casa también mi refugio? Desde que la señora Carmen llegó, todo cambió. El salón olía a medicamentos y a miedo. Las noches eran un desfile de gritos y susurros incomprensibles. A veces, Carmen se levantaba y se quedaba mirando por la ventana, murmurando nombres que no reconocía. Otras veces, salía corriendo al portal y teníamos que buscarla por las calles del barrio, preguntando a los vecinos si la habían visto.
Recuerdo la primera vez que desapareció. Fue en pleno agosto, con Madrid ardiendo bajo el sol. Salí corriendo con Daniel, los dos sudando y temblando de miedo. La encontramos en la plaza, sentada en un banco, hablando sola. Cuando nos vio, sonrió como si fuéramos desconocidos. «¿Sois de aquí?», preguntó. Daniel rompió a llorar.
Los médicos fueron claros: Alzheimer avanzado, con episodios psicóticos. «Necesita atención constante», dijeron. «Lo mejor sería una residencia especializada». Pero Daniel se negó en redondo. «No voy a abandonar a mi madre en un sitio así», repetía una y otra vez, como si fuera un mantra.
Yo intenté ser fuerte. Al principio, lo fui. Aguanté las noches sin dormir, los gritos, los platos rotos. Aguanté las miradas de pena de mis amigas cuando les contaba lo que pasaba en casa. Aguanté incluso cuando Carmen me confundió con una vecina y me insultó delante de mi hijo pequeño, Pablo.
Pero todo tiene un límite.
Una tarde, mientras preparaba la merienda para Pablo, escuché un ruido seco en el baño. Corrí y encontré a Carmen tirada en el suelo, sangrando por la frente. Llamé a Daniel entre sollozos. Cuando llegó del trabajo, me miró como si yo tuviera la culpa.
—¿No podías haber estado más atenta?
Esa noche dormí en el sofá. Sentí que mi matrimonio se desmoronaba como las paredes húmedas de nuestra casa antigua.
Pasaron los días y la tensión creció como una sombra pegajosa. Daniel y yo apenas hablábamos. Carmen empeoraba: empezó a tener alucinaciones, veía gatos negros en las esquinas y gritaba nombres de muertos. Pablo dejó de invitar a sus amigos a casa; tenía miedo de su abuela.
Un domingo por la mañana, mientras intentaba convencer a Carmen de que se duchara, ella me arañó el brazo y me llamó «bruja». Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Esa noche, cuando Daniel llegó, le dije lo que llevaba semanas guardando:
—No puedo más. Esto nos está destruyendo a todos. Carmen necesita ayuda profesional.
Daniel se quedó callado un momento largo, demasiado largo.
—Si no puedes aceptar a mi madre aquí, entonces no puedo seguir contigo —dijo finalmente, con una frialdad que me heló el alma.
Me quedé sin palabras. Lo vi subir al dormitorio y bajar minutos después con una maleta pequeña.
—Me voy a casa de mi hermana hasta que decidas qué quieres hacer —añadió antes de cerrar la puerta tras de sí.
El silencio fue tan denso que casi podía tocarlo.
Durante días viví como un fantasma entre las paredes de mi propia casa. Carmen seguía allí, perdida en su mundo de recuerdos rotos y miedos infantiles. Pablo me preguntaba cada noche cuándo volvería su padre.
Llamé a mi madre para pedirle consejo. Ella suspiró al otro lado del teléfono:
—Hija, nadie puede juzgarte por querer vivir en paz. Pero tampoco puedes obligar a Daniel a abandonar a su madre.
Me sentí atrapada entre dos fuegos: el deber y el amor propio.
Finalmente, llamé a Daniel y le propuse hablar en persona. Nos sentamos en un banco del parque donde habíamos tenido nuestra primera cita años atrás.
—No quiero perderte —le dije— pero tampoco puedo seguir así. No soy enfermera ni psicóloga. No puedo cuidar sola de tu madre sin ayuda.
Él bajó la mirada.
—Lo sé… pero siento que si la dejo en una residencia la estoy traicionando.
—¿Y si buscamos una solución juntos? Hay centros de día, ayudas sociales… Podemos visitarla todos los días. Pero aquí… nos estamos destruyendo.
Daniel lloró por primera vez desde que todo empezó.
No fue fácil convencerle, pero finalmente aceptó visitar varios centros especializados conmigo. Encontramos uno cerca de casa donde Carmen estaría bien cuidada y podríamos verla siempre que quisiéramos.
El día que llevamos a Carmen al centro fue uno de los más duros de mi vida. Daniel me apretó la mano tan fuerte que casi me rompió los dedos. Carmen nos miró sin reconocernos y murmuró: «¿Vamos al pueblo?».
Ahora nuestra casa vuelve a ser un hogar tranquilo, pero las cicatrices siguen ahí. Daniel y yo vamos juntos a terapia para reconstruir lo que quedó roto.
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por amor? ¿Dónde está el límite entre cuidar y perderse uno mismo? ¿Vosotros qué haríais?