Cuando el éxito de Álvaro me borró de su vida (y ahora vuelve a buscarme)

—¿De verdad crees que puedes aparecer ahora, como si nada? —mi voz temblaba, aunque intentaba mantener la compostura. Álvaro estaba de pie en el umbral de la puerta, con ese aire derrotado que nunca le había visto antes. Durante años, su presencia llenó la casa de risas, promesas y sueños compartidos. Pero cuando su carrera en la consultora de Madrid despegó, yo me convertí en una sombra.

Recuerdo perfectamente la primera vez que sentí que ya no era parte de su mundo. Fue en la fiesta de Navidad de la empresa. Yo llevaba un vestido rojo que él mismo había elegido para mí semanas antes. Pero esa noche, ni siquiera me presentó a sus compañeros. Me quedé sola junto a la mesa del catering, viendo cómo él reía y brindaba con desconocidos. Cuando por fin se acercó, solo fue para pedirme las llaves del coche.

—Lucía, ¿me das las llaves? Tengo que sacar unos papeles del maletero —dijo sin mirarme a los ojos.

En ese momento supe que algo se había roto. Pero me convencí de que era temporal, que el trabajo le absorbía y pronto volvería a ser el hombre atento y cariñoso que conocí en la universidad de Salamanca. Nos habíamos prometido no perdernos nunca, pase lo que pase.

Pero los días se hicieron semanas, y las semanas meses. Álvaro llegaba cada vez más tarde a casa. Las cenas juntos se convirtieron en silencios incómodos frente al televisor. Yo intentaba hablarle de mi trabajo en la biblioteca municipal, de mis preocupaciones por mi madre enferma en Ávila, pero él solo asentía distraído mientras revisaba correos en el móvil.

Una noche, después de meses sin apenas tocarnos, le pregunté:

—¿Sigues queriéndome?

Él suspiró y me acarició la mano con desgana.

—Claro, Lucía. Solo estoy muy liado ahora mismo. Ya sabes cómo es esto…

Pero yo ya no sabía nada. Me sentía invisible, como si mi vida fuera una película en la que solo era espectadora.

El colmo llegó cuando descubrí un mensaje en su móvil. Era de Marta, una compañera suya: “Gracias por la cena de anoche. Me encantó verte reír así”. Sentí un nudo en el estómago. No quise montar una escena; preferí callar y observar. Álvaro se volvió aún más distante, como si mi silencio le diera permiso para seguir olvidándome.

Pasaron dos años así. Mi padre murió y él ni siquiera pudo acompañarme al entierro porque tenía una reunión importante con un cliente extranjero. Mi madre me abrazó fuerte en el cementerio y susurró: “Hija, no te pierdas tú también”.

Me aferré a esa frase como a un salvavidas. Empecé a salir más con mis amigas del club de lectura, retomé mis clases de pintura y hasta me apunté a yoga en el centro cultural del barrio. Poco a poco fui recuperando mi voz, mi espacio, mi dignidad.

Hasta que una tarde de otoño, mientras pintaba en el parque del Retiro, recibí una llamada inesperada.

—Lucía… soy yo —la voz de Álvaro sonaba rota—. ¿Podemos hablar?

No supe qué contestar. Accedí a verle por pura curiosidad o quizás por nostalgia. Nos encontramos en una cafetería cerca de Sol. Él estaba irreconocible: ojeras profundas, barba descuidada y ese brillo arrogante en los ojos había desaparecido.

—Me han despedido —confesó—. La empresa ha hecho recortes y… bueno, ya sabes cómo va esto.

Sentí una mezcla de compasión y rabia. Ahora que todo le iba mal, volvía a buscarme como si yo fuera su refugio seguro.

—¿Y Marta? —pregunté sin rodeos.

Bajó la mirada.

—Eso se acabó hace tiempo. Me equivoqué mucho contigo, Lucía…

No pude evitar reírme con amargura.

—¿Y ahora esperas que te salve? ¿Que te consuele como si nada hubiera pasado?

Él no supo qué decir. Se quedó callado, esperando mi perdón automático, ese que tantas veces le di sin recibir nada a cambio.

Volví a casa esa noche con el corazón encogido pero también con una extraña sensación de libertad. Por primera vez en años sentí que tenía el control sobre mi vida.

Álvaro ha seguido llamando desde entonces, enviando mensajes cargados de nostalgia y promesas vacías: “Echo de menos nuestras charlas”, “Nadie me entiende como tú”, “¿Podemos empezar de nuevo?”. Pero yo ya no soy la misma Lucía que él dejó atrás.

A veces me pregunto si es posible reconstruir algo después de tanto dolor y olvido. ¿De verdad merecemos segundas oportunidades cuando hemos sido capaces de herir tan profundamente? ¿O es mejor aprender a vivir sin mirar atrás?

¿Vosotros qué haríais? ¿Perdonaríais a alguien que os olvidó cuando más le necesitabais?