Cuando el hogar se desmorona: La decisión de un padre y sus consecuencias
—¡No vuelvas a levantarme la voz en mi propia casa! —grité, con la garganta ardiendo y el corazón desbocado. Pablo me miró con los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas, mientras Lucía, con su tripa de siete meses, intentaba calmarlo. El reloj marcaba las once de la noche y la tensión en el salón era tan densa que apenas podía respirar.
No sé en qué momento exacto perdí el control. Quizás fue cuando Pablo me acusó de no entender nada, de ser un egoísta incapaz de aceptar que él quería formar su propia familia bajo mi techo. O tal vez fue el miedo, ese miedo irracional a perder el poco orden que quedaba en mi vida desde que mi mujer falleció hace dos años. Lo cierto es que, en ese instante, pronuncié las palabras que jamás podré olvidar:
—Si no te gusta cómo se hacen las cosas aquí, ya sabes dónde está la puerta.
El silencio fue absoluto. Lucía rompió a llorar. Pablo apretó los puños y, sin decir nada más, recogieron lo poco que tenían en dos mochilas y salieron al frío de la noche madrileña. Cerré la puerta tras ellos y sentí cómo el eco de mis palabras retumbaba en cada rincón vacío del piso.
Me quedé solo. Solo con mi orgullo herido y el remordimiento creciendo como una sombra. Esa noche no dormí. Me senté en la cocina, mirando la taza de café frío y preguntándome en qué momento me había convertido en mi propio padre: rígido, inflexible, incapaz de ceder ni un milímetro.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi hermana Carmen me llamó para decirme que Pablo y Lucía estaban durmiendo en su sofá. «¿Cómo has podido hacerles esto?», me reprochó. «Lucía está embarazada, ¿no lo ves? ¿No te acuerdas de cómo era mamá contigo cuando eras joven?». No supe qué contestar. Me limité a colgar y mirar el móvil esperando un mensaje de Pablo que nunca llegó.
En el barrio empezaron los rumores. La vecina del tercero me miraba con lástima cada vez que coincidíamos en el ascensor. En la panadería, la señora Rosario murmuraba algo sobre «los jóvenes de hoy» y «los padres de antes». Yo agachaba la cabeza y compraba el pan rápido, deseando desaparecer.
Una tarde, mientras intentaba distraerme viendo un partido del Atlético en la tele, sonó el teléfono. Era un número desconocido. Dudé en contestar, pero algo dentro de mí me obligó a hacerlo.
—¿Don Manuel? —dijo una voz temblorosa al otro lado—. Soy Lucía… Pablo está en el hospital.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Me vestí a toda prisa y salí corriendo hacia La Paz. Por el camino, los recuerdos me golpeaban uno tras otro: los cumpleaños de Pablo, sus primeros pasos, las tardes jugando al fútbol en el parque del Retiro… ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí?
En urgencias encontré a Lucía sentada sola, con la cara hinchada de tanto llorar. Me acerqué torpemente.
—¿Qué ha pasado? —pregunté casi sin voz.
—Le han dado una paliza —susurró—. Unos chavales le han robado la cartera cuando iba a buscar trabajo…
Me senté a su lado y le cogí la mano. Por primera vez en mucho tiempo sentí ganas de llorar. No por mí, sino por ellos, por todo lo que les había fallado.
Cuando por fin dejaron pasarme a ver a Pablo, lo encontré con la cara llena de moratones pero los ojos abiertos y vivos. Me miró sin decir nada. Me senté junto a su cama y durante unos minutos sólo escuchamos el pitido monótono del monitor.
—Lo siento —dije al fin—. Sé que no tengo perdón…
Pablo apartó la mirada.
—No es tan fácil, papá —murmuró—. Nos dejaste tirados cuando más te necesitábamos.
Sentí cada palabra como una puñalada. Pero tenía razón. ¿De qué servía ahora mi arrepentimiento?
Lucía entró en la habitación y se sentó al otro lado de la cama. Miró a Pablo con ternura y luego a mí con una mezcla de miedo y esperanza.
—Vamos a tener una niña —dijo suavemente—. Se llamará Alba.
Me quedé sin palabras. Alba… El nombre que mi mujer siempre quiso ponerle a una hija que nunca tuvimos.
Salí del hospital esa noche sintiéndome más viejo que nunca. Caminé por las calles vacías de Madrid preguntándome si aún podía hacer algo para reparar el daño causado. Pensé en mi padre, en sus silencios eternos y sus abrazos torpes; pensé en mi mujer y en cómo ella siempre encontraba la manera de unirnos cuando todo parecía perdido.
Durante semanas intenté acercarme a Pablo y Lucía. Les llevé comida al piso pequeño donde se habían mudado gracias a la ayuda de Carmen; les ofrecí dinero para el alquiler; incluso intenté bromear sobre fútbol como antes… Pero nada parecía suficiente.
El día que nació Alba fui al hospital con un ramo de flores blancas y una carta escrita a mano. Cuando vi a Pablo sosteniendo a su hija por primera vez, comprendí todo lo que había perdido por culpa del orgullo.
Me acerqué despacio y le tendí la carta.
—No sé si algún día podrás perdonarme —le dije—. Pero quiero ser parte de vuestra vida… si me dejáis.
Pablo me miró largo rato antes de asentir levemente. Lucía sonrió entre lágrimas y me hizo un gesto para acercarme a Alba.
Al tomarla en brazos sentí una paz que hacía años no conocía. Su respiración tranquila me recordó que siempre hay una segunda oportunidad si somos capaces de pedir perdón de verdad.
Ahora, cada vez que paseo con Alba por el parque o ceno con Pablo y Lucía los domingos, no puedo evitar preguntarme: ¿Cuántas familias se rompen por orgullo? ¿Cuántos padres y madres se atreven a dar el primer paso para reconstruir lo perdido?