Cuando el hogar ya no abriga: Confesiones de una mujer invisible
—¿Otra vez arroz, Mariana? —me preguntó Luis, mi esposo, sin levantar la vista del celular.
Sentí el golpe seco de sus palabras en el pecho, como si hubiera tirado la olla al suelo. Era martes, pero podría haber sido cualquier día: la mesa llena de platos, los niños peleando por el control remoto, y yo, parada en medio del comedor, invisible. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me preguntó cómo estaba? Ni yo lo recordaba.
No siempre fue así. Cuando nos casamos, soñaba con una casa llena de risas y paredes adornadas con dibujos de nuestros hijos. Me llamo Mariana Torres, tengo 38 años y vivo en un barrio popular de Guadalajara. Mi mamá siempre decía que una mujer vale por su casa: “Que nunca falte comida caliente ni ropa limpia”, repetía mientras tallaba las camisas de mi papá. Yo lo creí. Por años, lo creí.
Pero ahora, mientras recojo los calcetines sucios del piso y escucho a mi hija Camila gritarle a su hermano menor, siento que algo se rompió dentro de mí. No sé si fue el cansancio o la rutina, pero ya no encuentro sentido en las tareas que antes me hacían sentir orgullosa. ¿Será que me volví floja? ¿O será que simplemente me cansé de ser invisible?
—Mamá, ¿dónde están mis tenis? —grita Emiliano desde el cuarto.
—Donde los dejaste —respondo sin ganas.
Luis se levanta de la mesa y deja el plato sin mirar atrás. Ni un “gracias”, ni un “¿cómo te fue hoy?”. Solo silencio y el sonido de la puerta del baño cerrándose. Me siento en la silla y miro mis manos: ásperas, llenas de cicatrices pequeñas de tanto lavar y cocinar. Pienso en mi hermana Lucía, que vive en Monterrey y trabaja en una oficina. Siempre me dice que debería buscarme un empleo, salir más. Pero aquí, en este barrio, ¿quién cuida a los niños? ¿Quién hace la comida?
Recuerdo cuando Camila era bebé y Luis me abrazaba por detrás mientras preparaba café. “Eres el corazón de esta casa”, me decía. Ahora solo soy la sombra que recoge los restos del día.
Esa noche, después de acostar a los niños, me encierro en el baño y lloro bajito para que nadie escuche. Me miro al espejo y apenas reconozco a la mujer ojerosa que me devuelve la mirada. ¿En qué momento dejé de ser Mariana para convertirme solo en mamá y esposa?
Al día siguiente, decido no tender las camas. Dejo los platos sucios en el fregadero y me siento a ver una novela vieja en la tele. Cuando Luis llega del trabajo, frunce el ceño al ver el desorden.
—¿Qué pasó aquí? —pregunta molesto.
—Nada —respondo—. Hoy no tuve ganas.
Me mira como si hubiera dicho una grosería. Se va al cuarto sin decir más. Siento una mezcla de culpa y alivio: culpa porque sé que esperan que yo mantenga todo en orden; alivio porque, por primera vez en años, hice algo solo para mí.
Esa noche sueño con mi abuela Rosa, que crió sola a seis hijos después de que mi abuelo se fue con otra mujer. La veo sentada en su patio, tomando café con las vecinas y riendo fuerte. Ella nunca dejó que nadie le dijera cómo vivir su vida.
Al despertar, decido hablar con Luis. Espero a que los niños se duerman y lo enfrento en la sala.
—Luis, necesito hablar contigo —digo con voz temblorosa.
Él suspira, molesto.
—¿Ahora qué pasó?
—Estoy cansada —le digo—. Siento que todo recae sobre mí y ya no puedo más. No soy feliz.
Se queda callado unos segundos.
—¿Y qué quieres que haga? Yo trabajo todo el día para que no falte nada.
—No es solo dinero lo que falta —le respondo—. Falta cariño, falta compañía… Me siento sola aquí.
Luis se encoge de hombros.
—Así es la vida, Mariana. Todos estamos cansados.
Me doy cuenta de que no va a entenderlo. No quiere entenderlo. Me siento más sola que nunca.
Los días pasan y empiezo a salir más al parque con Camila y Emiliano. Conozco a otras mamás: Paola, que vende tamales para pagar la escuela de sus hijos; Teresa, que cuida a su suegra enferma y apenas duerme. Todas cargamos historias parecidas: mujeres invisibles detrás de puertas cerradas.
Un día, Paola me invita a ayudarla con su puesto de tamales los sábados. Al principio dudo: ¿qué dirá Luis? Pero acepto. Me gusta sentirme útil fuera de casa, hablar con gente distinta, reírme sin miedo a molestar a nadie.
Luis se molesta cuando se entera.
—¿Y quién va a hacer el desayuno si tú te vas?
—Que lo hagan ellos —respondo señalando a los niños—. Ya están grandes.
Por primera vez veo sorpresa en sus ojos. No digo más y salgo por la puerta con Paola.
Los sábados se vuelven mi escape: entre risas y vapor de tamales compartimos secretos y sueños rotos. Empiezo a sentirme viva otra vez.
Un domingo por la tarde, Camila se acerca mientras doblo ropa.
—Mamá… ¿por qué ya no haces todo como antes?
La miro a los ojos y le contesto:
—Porque también tengo derecho a estar cansada, hija. Porque quiero enseñarte que las mujeres valemos por lo que somos, no solo por lo que hacemos en la casa.
Camila sonríe tímida y me abraza fuerte.
Esa noche escribo una carta para mí misma:
“Mariana: mereces ser vista, escuchada y querida. No eres solo la sombra detrás del fogón.”
No sé qué pasará mañana: si Luis cambiará o si tendré fuerzas para seguir buscando mi lugar fuera del hogar. Pero hoy sé que no estoy sola; somos muchas las mujeres cansadas de ser invisibles en sus propias casas.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que nuestro valor dependa solo del brillo del piso o del sabor del arroz? ¿Cuántas Marianitas más tienen miedo de decir ‘ya no puedo’? Quiero leer sus historias…