Cuando el orgullo se rompe: Un viernes cualquiera en Madrid
—¿Vas a abrir la puerta o prefieres seguir fingiendo que no estás?—. La voz de mi hijo Sergio retumbó en el pasillo, rompiendo el silencio de mi pequeño piso en Lavapiés. El reloj marcaba las nueve y cuarto de la noche, y yo, con la cena aún caliente sobre la mesa, me quedé paralizado. Hacía meses que no sabía nada de él. Desde aquella discusión absurda por la herencia de la abuela Carmen, el orgullo se había instalado entre nosotros como un muro infranqueable.
Pero esa noche, el destino decidió que ya era suficiente.
Abrí la puerta y allí estaba Sergio, con la barba descuidada y los ojos cansados. A su lado, Lucas, mi nieto de seis años, me miraba con una mezcla de timidez y esperanza. Llevaba en la mano un peluche viejo, el mismo que le regalé el día de Reyes antes de que todo se torciera.
—Hola, papá —dijo Sergio, bajando la mirada—. ¿Podemos pasar?
No supe qué decir. El orgullo me quemaba por dentro, pero la soledad pesaba aún más. Asentí en silencio y les hice un gesto para que entraran. Lucas corrió hacia el sofá y se sentó con las piernas cruzadas, observando cada rincón como si fuera la primera vez.
—¿Quieres cenar? —pregunté, intentando sonar natural.
Sergio negó con la cabeza, pero Lucas asintió con entusiasmo. Fui a la cocina y serví un poco más de tortilla de patatas y pan. Mientras comía, Lucas me miraba de reojo.
—Abuelo, ¿por qué papá está triste? —preguntó de repente.
Sergio apretó los labios y yo sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle a un niño que los adultos también se equivocan? ¿Que a veces el amor propio puede más que el amor verdadero?
—A veces los mayores discutimos por tonterías —le dije—. Pero lo importante es que siempre podemos arreglarlo.
Sergio soltó una carcajada amarga.
—¿De verdad crees eso? Tú nunca has sabido pedir perdón.
La frase me golpeó como una bofetada. Recordé todas las veces que mi padre me exigió ser fuerte, no mostrar debilidad. «Los hombres no lloran», decía él. Y yo repetí ese patrón con Sergio, sin darme cuenta del daño que causaba.
El silencio se hizo pesado. Lucas terminó su cena y se quedó dormido en el sofá, abrazado a su peluche. Sergio y yo nos quedamos frente a frente, como dos boxeadores exhaustos tras el último asalto.
—No sé por qué has venido —dije al fin—. Pensé que ya no querías saber nada de mí.
Sergio suspiró y se pasó la mano por el pelo.
—Marta me ha dejado —confesó—. No tengo dónde ir. Y Lucas… necesita a su abuelo.
Sentí una punzada de culpa. ¿Era este el precio de mi orgullo? ¿Ver a mi hijo derrotado, buscando refugio en la casa que una vez fue suya?
—Lo siento —murmuré—. Por todo. Por lo de mamá, por lo de la herencia… por no saber ser mejor padre.
Sergio me miró sorprendido. Por primera vez en años, vi en sus ojos al niño que fui incapaz de consolar cuando su madre murió.
—Yo también lo siento —dijo—. He sido un cabezota. Pero no quiero que Lucas crezca sin familia.
Nos abrazamos torpemente, como si ambos tuviéramos miedo de rompernos. En ese momento entendí que el perdón no es una debilidad, sino un acto de valentía.
La noche avanzó entre confidencias y silencios compartidos. Hablamos de mamá, de los veranos en Asturias, del olor a café recién hecho los domingos por la mañana. Poco a poco, las heridas empezaron a cicatrizar.
A las dos de la madrugada, Sergio se levantó para irse a dormir al cuarto de invitados. Me quedé solo en el salón, mirando a Lucas dormir plácidamente. Me pregunté cuántas familias españolas estarían pasando por lo mismo esa noche: peleas absurdas, palabras no dichas, abrazos postergados por orgullo.
Al día siguiente, fuimos juntos al parque del Retiro. Lucas jugaba en los columpios mientras Sergio y yo compartíamos un café en un banco al sol. Por primera vez en mucho tiempo, sentí paz.
Ahora escribo estas líneas con el corazón más ligero. No sé si todo volverá a ser como antes, pero sé que he dado el primer paso para recuperar a mi familia.
¿De verdad merece la pena perderlo todo por orgullo? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de pedir perdón antes de que sea demasiado tarde?