Cuando el sacrificio se convierte en una jaula: la historia de Lucía y Carmen

—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —La voz de mi madre retumba en el pasillo, pero yo apenas la escucho. Estoy empapada, la lluvia de Madrid no da tregua y mis manos tiemblan mientras busco las llaves en el bolso. Al entrar, veo a Carmen sentada en el sofá, con la mirada perdida en el móvil, como si el mundo girara solo a su alrededor.

—He tenido que recoger a tu sobrino del colegio porque tú no has llegado a tiempo —le digo, intentando que mi voz no suene tan cansada como me siento.

Ella ni siquiera levanta la vista. —Gracias, Luci. ¿Me traes un vaso de agua?

Es en ese momento cuando algo dentro de mí se resquebraja. No es la primera vez que me encargo de todo: de los recados, de los niños, de las facturas, de consolar a mamá cuando Carmen desaparece durante días. Siempre he sido la hermana mayor responsable, la que nunca falla. Pero hoy, bajo la luz mortecina del salón y el olor a sopa recalentada, siento que ya no puedo más.

Recuerdo cuando éramos niñas y compartíamos habitación. Carmen siempre fue la rebelde, la que se escapaba por la ventana para irse de fiesta mientras yo estudiaba para los exámenes. Mamá decía: “Lucía, cuida de tu hermana”, y yo lo hacía. Lo hacía porque pensaba que algún día ella entendería mi esfuerzo, que algún día me lo agradecería. Pero ese día nunca llegó.

Hace dos semanas, Carmen perdió su trabajo. Desde entonces, pasa los días en casa, sumida en una tristeza que no comparte con nadie. Yo intento animarla, le busco ofertas de empleo, le preparo el desayuno. Pero ella solo responde con monosílabos o con ese silencio espeso que llena toda la casa.

El viernes pasado fue el cumpleaños de mamá. Yo organicé todo: compré la tarta, decoré el salón, invité a los pocos amigos que aún le quedan. Carmen apareció tarde, sin regalo y con cara de pocos amigos. Durante la cena, mamá intentó romper el hielo:

—Carmen, ¿has pensado en buscar trabajo en la tienda de Marisa? Están buscando a alguien para las tardes.

Carmen bufó y se levantó de la mesa. —No estoy para aguantar sermones —dijo antes de encerrarse en su habitación.

Mamá me miró con esos ojos cansados que solo tienen las madres que han llorado demasiado. —¿Por qué no puedes hablar tú con ella? Siempre te escucha más a ti.

Pero eso ya no era cierto. Carmen no me escucha desde hace años.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si todo este sacrificio tenía sentido. ¿Dónde estaba mi vida? ¿Cuándo fue la última vez que salí con amigas o que hice algo solo para mí? Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me preguntó cómo estoy.

El lunes siguiente recibí una llamada del colegio: mi sobrino Pablo estaba enfermo y nadie podía ir a buscarlo. Carmen no contestaba al móvil y mamá estaba en una revisión médica. Salí corriendo del trabajo sin avisar a mi jefe y llegué al colegio empapada por la lluvia. Pablo tenía fiebre y lloraba porque quería a su madre.

Al llegar a casa, Carmen estaba tumbada viendo una serie. Ni siquiera preguntó por Pablo. Solo dijo:

—¿Has traído leche?

Sentí una rabia tan intensa que tuve que salir al balcón para no gritarle delante del niño. Me apoyé en la barandilla y lloré bajo la lluvia, sintiendo cómo el agua fría se mezclaba con mis lágrimas.

Esa noche decidí hablar con ella. Entré en su habitación sin llamar y cerré la puerta tras de mí.

—Carmen, tenemos que hablar.

Ella me miró con fastidio. —¿Ahora qué?

—No puedo más —dije, y mi voz tembló—. No puedo seguir haciéndolo todo por ti mientras tú no haces nada por nadie. No soy tu criada ni tu madre. Soy tu hermana.

Por primera vez vi un destello de sorpresa en sus ojos. Pero enseguida volvió a mirar el móvil.

—Si tanto te molesta ayudarme, no lo hagas —murmuró.

Me quedé allí plantada unos segundos, esperando una disculpa o al menos una mirada sincera. Pero no llegó nada.

Esa noche dormí en casa de mi amiga Marta. Le conté todo entre sollozos y ella me abrazó fuerte.

—Lucía, tienes derecho a vivir tu vida —me dijo—. No puedes cargar siempre con los problemas de los demás.

Al día siguiente llamé al trabajo y pedí unos días libres. Me fui sola a Segovia, necesitaba respirar otro aire, pensar en mí por primera vez en años. Caminé por las calles empedradas, vi el acueducto al atardecer y sentí una paz extraña pero reconfortante.

Durante esos días me di cuenta de algo doloroso: he estado viviendo para los demás y olvidándome de mí misma. Mi hermana nunca va a cambiar si yo sigo permitiendo que dependa de mí para todo.

Al volver a Madrid encontré la casa patas arriba y a Carmen llorando en el sofá. Por un momento sentí pena, pero también sentí rabia.

—¿Dónde estabas? —me preguntó entre lágrimas—. Te he llamado mil veces.

—Estaba cuidando de mí —respondí con voz firme—. Y creo que es hora de que tú también aprendas a hacerlo.

No sé qué pasará ahora entre nosotras. Quizá nuestra relación nunca vuelva a ser igual. Pero por primera vez en mucho tiempo siento que tengo derecho a pensar en mí misma.

¿Hasta qué punto debemos sacrificarnos por quienes amamos? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a una misma? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?