Cuando el silencio duele: La boda de mi hijo y el eco de una madre
—¿Has visto el vestido que llevaba Lucía en la boda? —me preguntó Carmen, mi vecina, mientras regábamos las plantas en el patio común.
Me quedé helada. ¿Boda? ¿Qué boda? Mi corazón se detuvo un instante, como si el tiempo se hubiera congelado en ese rincón soleado de nuestro edificio en Salamanca. Carmen, sin darse cuenta del terremoto que acababa de provocar, siguió hablando de los canapés y del ramo de flores. Yo solo podía pensar en una cosa: mi hijo, Álvaro, mi único hijo, se había casado y yo me estaba enterando por la vecina.
Entré en casa tambaleándome, cerré la puerta y me apoyé contra ella. El silencio era tan denso que casi podía cortarlo con un cuchillo. Miré las fotos de Álvaro en la estantería: su primer día de colegio, su graduación, la última Navidad juntos. ¿En qué momento nos habíamos perdido? ¿Cuándo se había convertido el silencio en nuestro idioma?
Esa noche no dormí. Repasé una y otra vez las últimas conversaciones con Álvaro. Siempre tan cortas, tan llenas de frases hechas: «¿Todo bien, mamá?», «Sí, hijo, todo bien». Nunca le pregunté si era feliz, si tenía miedo, si necesitaba algo más que un tupper de croquetas cuando venía a verme los domingos.
A la mañana siguiente, decidí que no podía quedarme esperando una llamada que nunca llegaría. Me puse el abrigo y salí a buscar respuestas. Caminé hasta el piso donde vivía Álvaro con Lucía. El portal olía a humedad y a ropa recién lavada. Subí las escaleras con el corazón en la garganta.
Llamé al timbre. Tardaron en abrir. Cuando lo hicieron, fue Lucía quien apareció en la puerta. Llevaba el pelo recogido y una bata azul claro. Me miró sorprendida.
—María… ¿qué haces aquí?
No supe qué decirle. Me temblaban las manos.
—He venido porque… porque me he enterado de vuestra boda por Carmen. No por mi hijo. No por vosotros.
Lucía bajó la mirada. Un silencio incómodo llenó el rellano.
—Pasa, por favor —me dijo al fin.
Dentro, todo olía a café recién hecho y a pan tostado. Álvaro apareció en el salón, descalzo y con cara de sueño. Cuando me vio, se quedó parado, como si no supiera si abrazarme o esconderse detrás del sofá.
—Mamá…
—¿Por qué? —le interrumpí—. ¿Por qué me has hecho esto?
Álvaro no contestó al principio. Se sentó en el borde del sofá y se frotó las manos nervioso.
—No quería hacerte daño —dijo al fin—. Pero cada vez que hablamos acabamos discutiendo. Siempre tienes algo que decir sobre Lucía, sobre mi trabajo… Pensé que era mejor así.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé todas las veces que critiqué sus decisiones: cuando dejó Derecho para estudiar Bellas Artes, cuando se fue a vivir con Lucía sin casarse primero, cuando decidió trabajar en una galería en vez de preparar oposiciones como su padre quería.
—¿Y no pensaste que me dolería más quedarme fuera? —pregunté con voz rota.
Lucía se acercó y me ofreció una taza de café. Sus ojos estaban llenos de compasión y miedo a partes iguales.
—María, no queríamos hacerte daño. Pero Álvaro necesitaba espacio…
La miré y vi en ella a una chica joven, insegura, intentando encajar en una familia que nunca la aceptó del todo. Me sentí vieja y cansada.
—Quizá he sido demasiado dura —admití—. Pero soy tu madre, Álvaro. Solo quería lo mejor para ti.
Él levantó la vista y por primera vez en mucho tiempo vi lágrimas en sus ojos.
—Lo sé, mamá. Pero a veces lo mejor para mí no es lo que tú crees.
Nos quedamos los tres en silencio, cada uno atrapado en sus propios miedos y reproches. Afuera llovía suavemente sobre los tejados de Salamanca.
Pasaron los minutos y poco a poco el hielo empezó a derretirse. Hablamos de la boda —pequeña, solo con amigos cercanos—, de los planes de futuro, de los sueños que tenían juntos. Me sentí fuera de lugar pero también aliviada: al menos ahora sabía la verdad.
Cuando me despedí, Lucía me abrazó con timidez y Álvaro me acompañó hasta el portal.
—Mamá…
Me giré antes de salir a la calle.
—¿Sí?
—¿Podemos empezar de nuevo?
Asentí sin poder hablar. Caminé bajo la lluvia pensando en todo lo que había perdido por orgullo y miedo al cambio.
Ahora, sentada frente a la ventana mientras cae la tarde sobre Salamanca, me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en silencios como el nuestro? ¿Cuántas madres esperan una llamada que nunca llega? ¿Y si mañana decidiéramos hablar antes de que sea demasiado tarde?