Cuando el verano llegó antes de tiempo… y yo también cambié

—¿Otra vez con el aire puesto, mamá? ¡Que no estamos para tirar la casa por la ventana! —gritó Lucía desde el pasillo, con ese tono que mezcla preocupación y hastío. Yo, sentada en el sofá, sentí cómo el sudor me pegaba la camiseta a la espalda. El ventilador giraba perezoso, como si también estuviera harto de este verano adelantado que había convertido Madrid en un horno.

—¿Y qué quieres que haga, hija? ¿Que nos derritamos aquí como polos? —respondí, intentando sonar más firme de lo que me sentía. La verdad es que ni yo misma sabía cómo aguantar otro día así. El telediario no paraba de repetirlo: récords históricos de temperatura, incendios en la sierra, abuelos desmayados en las plazas. Y yo, que siempre había presumido de aguantarlo todo, notaba que algo dentro de mí se estaba resquebrajando.

Mi marido, Paco, entró en la cocina arrastrando los pies. —He llamado a tu madre —dijo—. Dice que en el pueblo están igual o peor. Que ni las persianas bajadas sirven ya para nada. Que los tomates se están asando en las matas.

Me reí por no llorar. Recordé aquellos veranos en Villalba, cuando el calor era excusa para echarse la siesta bajo la parra y las noches olían a jazmín y tierra mojada. Ahora todo era asfalto y ruido, y ni siquiera la sombra de los plátanos del Retiro servía para refrescarse.

—¿Y si nos vamos unos días al norte? —propuso Lucía, mirando el móvil—. En Santander está a veinte grados.

Paco bufó.—¿Y dejar el trabajo tirado? ¿Y quién cuida de la abuela? Además, ¿tú sabes lo que cuesta un hotel ahora?

La discusión subió de tono. Palabras cruzadas, reproches viejos como el tiempo: que si nunca pensamos en los demás, que si siempre es lo mismo, que si antes las familias se ayudaban más. Sentí ganas de gritarles que pararan, pero me mordí la lengua. No quería ser yo quien rompiera la poca paz que quedaba en casa.

Esa noche no pude dormir. El calor era pegajoso, pero lo peor era el runrún en mi cabeza. Pensé en mi madre, sola en el pueblo; en Lucía, que soñaba con escapar de todo; en Paco, cansado y derrotado. Y pensé en mí misma, en cómo había dejado de mirarme al espejo hace años, demasiado ocupada en sobrevivir un día más.

A la mañana siguiente, mientras preparaba café —el último paquete que quedaba—, miré por la ventana. El cielo estaba blanco, sin una nube. En la calle, los vecinos se saludaban con un gesto cansado. Me pregunté cuándo habíamos dejado de hablar con alegría y empezado a vivir con miedo: miedo al calor, al futuro, a no llegar a fin de mes.

Decidí salir a comprar pan antes de que apretara más el sol. En la panadería, Carmen me miró con compasión.—¿Cómo lo llevas? —preguntó.

—Como todos —respondí—. Tirando.

Ella asintió.—Dicen que esto es solo el principio. Que habrá veranos peores.

Sentí un escalofrío pese al bochorno. ¿De verdad íbamos a acostumbrarnos a esto? ¿A vivir encerrados, a discutir por el aire acondicionado y a soñar con otros lugares?

Al volver a casa, encontré a Lucía llorando en su cuarto.—No puedo más —me dijo—. Quiero irme lejos.

La abracé fuerte. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía llorar también yo. Llorar por todo lo perdido: los veranos del pueblo, las sobremesas largas, la alegría sencilla de antes.

Esa tarde apagué el aire acondicionado y abrí todas las ventanas. Dejé que entrara el ruido de la calle, los gritos de los niños jugando con una manguera, el olor a pan recién hecho. Me senté con Paco y Lucía en la mesa del salón y hablamos sin prisas. Hablamos de lo que nos dolía y de lo que aún podíamos salvar.

No sé si el calor bajará algún día o si aprenderemos a vivir con él. Pero sí sé que algo cambió en mí esa semana: dejé de mirar solo hacia fuera y empecé a mirar hacia dentro.

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que el mundo os obliga a cambiar antes de estar preparados? ¿O soy yo la única que se derrite por dentro cuando todo arde afuera?