Cuando la familia pesa más que la leña: El verano que quise cerrar la puerta
—¡Mamá, que viene Hugo otra vez este fin de semana! —grité desde la cocina, con las manos aún húmedas de pelar patatas.
Mi madre, Carmen, suspiró desde el salón, donde tejía en silencio. Noté cómo se le tensaban los hombros. No hacía falta decir nada más: todos sabíamos lo que significaba la llegada de mi hermana Lucía y su hijo Hugo a la casa del pueblo. Desde que papá murió, la casa había quedado grande y silenciosa, y yo, a mis cuarenta y tres años, me había acostumbrado a ese silencio como quien se acostumbra al peso de una manta en invierno.
Pero cada visita familiar era un terremoto. No sólo por el ruido o el desorden, sino porque todo mi mundo —mi rutina, mi espacio, mi paz— se veía invadido. Y Hugo… Hugo era un torbellino de once años, incapaz de estar quieto ni un minuto. Corría por el patio, perseguía a las gallinas, abría los armarios buscando chucherías y preguntaba sin parar: «¿Por qué aquí no hay wifi? ¿Por qué no tienes PlayStation? ¿Por qué huele así la leña?».
La víspera de su llegada, me encontraba en el patio, recogiendo leña para el horno. El sol caía a plomo sobre los tejados rojizos del pueblo y yo sentía el sudor pegado a la espalda. Miré el pozo: aún tenía que sacar agua para los animales y regar el huerto antes de que anocheciera. Pensé en todo lo que tendría que hacer al día siguiente: subir colchones del sótano, limpiar las habitaciones, preparar comida para seis… Y todo para que Lucía se quejara de que aquí «todo es muy rústico» y Hugo pusiera cara de asco cuando probara el cocido.
Esa noche, mientras cenábamos mi madre y yo en silencio, ella me miró con esos ojos cansados que sólo tienen las mujeres que han vivido demasiado.
—¿No te hace ilusión ver a tu hermana? —preguntó, casi en un susurro.
No supe qué contestar. Claro que quería ver a Lucía, pero no así. No con esa obligación de anfitriona perfecta, no con ese miedo constante a que algo saliera mal o a que Hugo rompiera otra maceta.
Al día siguiente, llegaron con su coche nuevo y sus maletas llenas de ropa para cada ocasión. Lucía entró saludando fuerte, como si quisiera llenar todos los rincones vacíos de la casa con su voz:
—¡Pero qué calor hace aquí! ¿No tienes aire acondicionado? —dijo nada más cruzar la puerta.
Hugo salió disparado al patio y en menos de cinco minutos ya había asustado a las gallinas y tirado una regadera. Mi madre intentó sonreír mientras recogía los trozos de barro del suelo.
—No pasa nada, mujer —le dijo Lucía—. Son cosas de niños.
Pero yo sentí cómo se me encogía el estómago. No eran sólo cosas de niños; era mi día a día convertido en un campo de batalla.
Durante la comida, Hugo no paró de hacer preguntas incómodas:
—¿Por qué no tienes Netflix? ¿Por qué no podemos pedir pizza?
Lucía me miraba con esa mezcla de lástima y superioridad tan típica suya:
—Deberías modernizarte un poco, Elena. Así Hugo estaría más entretenido y tú menos estresada.
Apreté los dientes. Nadie parecía entender lo que costaba mantener aquella casa en pie: limpiar la chimenea cada mañana, sacar agua del pozo porque el grifo apenas goteaba, cuidar del huerto para tener algo fresco que comer…
Por la tarde, mientras subía cajas del sótano para preparar las camas extras, escuché a Lucía hablando por teléfono en el jardín:
—No sé cómo puede vivir aquí Elena… Esto es como volver al siglo pasado. Pero claro, ella siempre fue rara.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Era rara por querer tranquilidad? ¿Por preferir el canto de los grillos al ruido del tráfico?
Esa noche apenas dormí. Oía los pasos de Hugo por el pasillo, las risas ahogadas de Lucía viendo vídeos en su móvil. Me levanté antes del amanecer para encender la cocina económica y preparar café. Cuando salí al patio, vi que Hugo había dejado abierta la puerta del gallinero: dos gallinas habían escapado y una estaba picoteando las flores del vecino.
Corrí tras ellas bajo la mirada reprobatoria de don Manuel, el vecino de toda la vida:
—Estos niños de ciudad no saben respetar nada —murmuró.
Me sentí avergonzada y furiosa a partes iguales. ¿Por qué tenía yo que cargar con todo?
El último día de su visita, mientras recogían sus cosas para volver a Madrid, Lucía me abrazó rápido:
—Gracias por todo, hermana. A ver si te animas y vienes tú alguna vez a la ciudad.
Asentí sin ganas. Cuando el coche desapareció por el camino polvoriento, sentí un alivio tan grande que tuve ganas de llorar.
Me senté en el umbral de la puerta, mirando el patio destrozado y las flores pisoteadas. Mi madre salió y se sentó a mi lado.
—¿Sabes? A veces pienso que estamos mejor solas —me dijo—. Pero luego me acuerdo de cuando esta casa estaba llena y me entra una nostalgia…
La miré y no supe qué decirle. ¿Era egoísmo querer estar sola? ¿O simplemente una forma de sobrevivir?
Ahora, mientras escribo esto con las manos aún manchadas de tierra y ceniza, me pregunto: ¿Cuándo dejamos de disfrutar la familia para empezar a temerla? ¿Es tan malo querer cerrar la puerta y quedarse con uno mismo?