Cuando la fe es lo único que queda: El día que mi hermano rompió nuestra familia
—¡No pienso esperar más, Marta!—gritó Luis, golpeando la mesa con el puño. El café tembló en la taza de mamá, y el silencio se hizo tan espeso que casi podía masticarse. Yo me quedé helada, con la cuchara suspendida en el aire, mirando a mi hermano como si fuera un extraño.
Era una noche fría de febrero en Madrid. Afuera llovía a cántaros, pero dentro de casa la tormenta era aún peor. Luis, mi hermano menor, acababa de anunciar que se casaba con Lucía y necesitaba dinero para alquilar un piso. Pero no tenía ahorros, ni trabajo fijo, ni paciencia. Solo tenía una exigencia: “Quiero mi parte de la casa. Ahora.”
Mamá se llevó la mano al pecho, como si el corazón se le fuera a salir. Papá no dijo nada; solo apretó los labios y miró al suelo. Yo sentí cómo el miedo me subía por la garganta. Aquella casa era nuestro refugio, el único bien que quedaba tras años de sacrificios y deudas. ¿Cómo podía Luis pedirnos eso?
—Luis, hijo, ¿pero cómo vamos a vender la casa?—susurró mamá, con los ojos llenos de lágrimas.
—No quiero venderla, solo quiero mi parte. Que me deis lo que me corresponde. O hipotecadla, me da igual.—Luis estaba rojo de ira, pero también de vergüenza. Lo conocía demasiado bien para no ver el temblor en sus manos.
Yo no podía soportarlo más. Salí corriendo al pasillo y me encerré en mi cuarto. Me senté en la cama y recé. No soy especialmente religiosa, pero aquella noche sentí que solo Dios podía escucharme. “Por favor, Señor, no permitas que esto destruya a mi familia.”
Los días siguientes fueron un infierno. Luis dejó de hablarnos. Mamá apenas comía y papá se pasaba las tardes mirando viejas fotos familiares. Yo iba al trabajo como un autómata y por las noches rezaba hasta quedarme dormida.
Una tarde, mientras fregaba los platos, mamá se acercó y me susurró:
—¿Tú crees que Dios nos está castigando?
Me quedé sin palabras. Nunca había visto a mamá tan derrotada. Le cogí la mano y le dije lo único que se me ocurrió:
—No lo sé, mamá. Pero si algo nos queda es la fe. Vamos a rezar juntas esta noche.
Así empezamos una rutina: cada noche, después de cenar, mamá y yo nos sentábamos en el sofá y rezábamos en silencio. Al principio era solo un murmullo entre lágrimas, pero poco a poco sentí que algo cambiaba dentro de mí. No era resignación; era fuerza.
Una semana después, Luis volvió a casa para recoger unas cosas. Lo encontré en el pasillo, con los ojos hinchados.
—Marta…—me dijo en voz baja—No sé qué hacer. Lucía me presiona, dice que si no encontramos piso pronto lo nuestro se acaba.
Me mordí el labio para no llorar.
—Luis, ¿de verdad crees que destrozar nuestra familia te hará feliz? ¿Eso es lo que quieres para empezar tu matrimonio?
Se quedó callado. Por primera vez vi en su mirada algo parecido al arrepentimiento.
Esa noche recé más fuerte que nunca. Pedí por Luis, por Lucía, por mis padres… por todos nosotros.
Al día siguiente, papá reunió a la familia en el salón.
—He hablado con el banco—dijo con voz cansada—Podemos pedir una pequeña hipoteca sobre la casa para ayudaros con el alquiler del piso. Pero esto significa que todos tendremos que apretarnos el cinturón.
Luis bajó la cabeza. Mamá rompió a llorar.
—No quiero que os endeudéis por mi culpa—susurró Luis—He sido un egoísta.
Por primera vez en semanas nos abrazamos todos juntos. No resolvimos todos los problemas esa noche, pero sentí que algo se había curado entre nosotros.
Con el tiempo, Luis encontró un trabajo temporal y pudo aportar algo para el alquiler. Lucía y él se mudaron a un pequeño piso en Vallecas y empezaron su vida juntos sin cargar con la culpa de haber roto nuestra familia.
A veces pienso en aquellos días oscuros y me pregunto cómo habría sobrevivido sin la fe y la oración. No soy una santa ni una mártir; solo soy una hija y una hermana que se negó a rendirse cuando todo parecía perdido.
¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar por proteger a los nuestros? ¿Y cuántas veces olvidamos que la fe puede ser el único refugio cuando todo lo demás se derrumba?