Cuando la vida te obliga a elegir: La historia de Lucía y su suegra
—¿Por qué no comes, Lucía? —La voz de Carmen retumba en la habitación, cortando el silencio como un cuchillo.
No respondo. Miro el techo, contando las grietas, deseando que alguna se abra y me trague entera. Hace dos semanas que Marcos se fue. No dejó una nota, ni una explicación. Solo el eco de la puerta al cerrarse y el vacío en la cama. Desde entonces, mi cuerpo se rindió: no puedo moverme, apenas hablo. Los médicos dicen que es psicológico, pero ¿cómo se cura un corazón roto?
Carmen, mi suegra, llegó el mismo día que Marcos desapareció. No sé si vino por compasión o por obligación. Al principio pensé que su presencia sería un consuelo, pero pronto me di cuenta de que traía consigo más juicios que caricias.
—No puedes seguir así —insiste ella, acercando la cuchara a mis labios—. Piensa en lo que dirán los vecinos si te ven tan desmejorada.
Me dan ganas de gritarle que me deje en paz, pero no tengo fuerzas ni para eso. En cambio, dejo que la sopa se enfríe y me hundo más en la almohada.
Recuerdo el día de mi boda con Marcos. Yo quería algo sencillo, una ceremonia íntima en la iglesia del barrio y una comida familiar en casa de mis padres. Pero él insistió en una boda por todo lo alto: salón de banquetes en las afueras de Madrid, vestido de encaje importado, orquesta y barra libre hasta el amanecer. Ahorramos durante tres años para poder pagar todo eso y la entrada del piso. Yo trabajaba como administrativa en una gestoría; él era agente inmobiliario, con meses buenos y otros en los que apenas llegábamos a fin de mes.
—Lucía, tienes que levantarte —dice Carmen, esta vez más suave—. No puedes dejarte morir por un hombre.
La miro por primera vez en días. Sus ojos están cansados, pero no hay ternura en ellos. Solo una mezcla de lástima y reproche.
—¿Por qué se fue? —susurro—. ¿Tú lo sabías?
Ella suspira y se sienta a los pies de la cama.
—Marcos siempre ha sido impulsivo. Pero esta vez… ni yo lo entiendo. Me llamó desde Valencia para decirme que necesitabas ayuda. Que no podía más.
Siento una punzada en el pecho. ¿No podía más? ¿Y yo? ¿Acaso alguien piensa en lo que yo necesito?
Las primeras noches con Carmen fueron un infierno silencioso. Ella limpiaba la casa con furia, como si pudiera borrar las huellas de su hijo. Me preparaba comidas que no probaba y hablaba sola mientras planchaba la ropa.
—Esto no es vida —la escuché decir una tarde—. Una chica joven como tú…
Un día, mientras intentaba darme de comer otra vez, exploté:
—¡No necesito tu compasión! Si has venido solo para juzgarme, vete.
Carmen dejó caer la cuchara y me miró con rabia contenida.
—¡No tienes ni idea de lo que he sacrificado por esta familia! —gritó—. Mi marido me dejó cuando Marcos tenía cinco años. Trabajé limpiando casas para darle una vida digna. Y ahora tú…
Se le quebró la voz y salió corriendo de la habitación. Por primera vez sentí algo parecido a la culpa.
Pasaron los días y la tensión creció como una tormenta a punto de estallar. Una tarde, mientras Carmen cambiaba las sábanas, le pregunté:
—¿Por qué sigues aquí?
Ella se detuvo y me miró fijamente.
—Porque no quiero que te pase nada malo. Porque aunque no seas mi hija, eres familia.
No supe qué decirle. Me di cuenta de que ambas estábamos heridas, cada una a su manera.
Una noche, mientras escuchábamos el parte meteorológico en la tele del salón, Carmen rompió el silencio:
—¿Sabes? Cuando Marcos era pequeño y tenía fiebre, yo también me sentía impotente. Pero aprendí que a veces solo podemos estar al lado del otro, aunque no sepamos cómo ayudar.
Sentí las lágrimas correr por mis mejillas. Por primera vez desde que Marcos se fue, sentí que alguien me entendía.
A partir de ese día, nuestra relación cambió poco a poco. Carmen dejó de insistir tanto y yo empecé a aceptar su ayuda sin sentirme humillada. Hablábamos más: de su infancia en un pueblo de Castilla-La Mancha, de mis sueños frustrados como escritora, de lo mucho que echábamos de menos a Marcos aunque ninguna lo dijera en voz alta.
Un domingo por la mañana, mientras Carmen regaba las plantas del balcón, recibí un mensaje de Marcos: “Lo siento. No sé si podré volver”.
Se lo enseñé a Carmen sin decir palabra. Ella suspiró y me abrazó torpemente.
—Tendremos que aprender a vivir sin él —dijo.
Y así fue como dos mujeres heridas aprendimos a cuidarnos mutuamente en medio del abandono. No sé si algún día podré perdonar a Marcos ni si volveré a caminar sin ayuda. Pero al menos ahora sé que no estoy sola.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias sobreviven solo porque las mujeres deciden sostenerse unas a otras cuando todo se derrumba? ¿Y vosotros? ¿Qué haríais si os encontrarais en mi lugar?