Cuando Mamá Dejó de Trabajar: El Peso de la Ayuda y la Culpa

—¿Otra vez me vas a decir que no llegas a fin de mes, mamá? —le pregunté, conteniendo la rabia y la culpa en la garganta, mientras miraba el móvil con el mensaje de Bizum pendiente.

Mi madre, Carmen, suspiró al otro lado del teléfono. Podía imaginarla sentada en su butaca azul, con la bata de flores y el pelo recogido en un moño deshecho. —No te lo digo por molestar, Lucía. Pero la luz ha subido otra vez y… bueno, ya sabes cómo está todo.

Claro que lo sabía. Desde que se jubiló hace tres años, mi hermano Diego y yo hemos estado enviándole dinero cada mes. Al principio era una decisión natural: mamá había trabajado toda su vida como administrativa en una gestoría de barrio en Vallecas, siempre ahorrando hasta el último céntimo para que no nos faltara nada. Cuando papá murió, hace ya seis años, nos prometimos que nunca le faltaría de nada. Pero las promesas pesan más con los años.

Mi marido, Álvaro, me miró desde la cocina mientras preparaba la cena. —¿Otra vez tu madre? —susurró, sin querer que los niños oyeran—. Lucía, tenemos que hablar de esto.

Me senté en el sofá, sintiendo el cansancio de la jornada y el peso invisible de la responsabilidad. El piso donde vivíamos era un regalo de mis padres, un dos habitaciones pequeño pero luminoso cerca del Retiro. Lo habíamos ido arreglando poco a poco: primero la cocina, luego el baño… cada rincón tenía algo de mi madre. Y sin embargo, cada vez que le enviaba dinero sentía que nunca era suficiente.

—Mamá, te hago el Bizum mañana —mentí—. Pero tienes que intentar ahorrar un poco más.

Ella no respondió. El silencio fue largo y denso. —No te preocupes, hija. Ya veré cómo lo hago.

Colgué y me tapé la cara con las manos. Álvaro se sentó a mi lado.

—No podemos seguir así —dijo—. Los niños necesitan ropa nueva, la hipoteca del coche… Y tu hermano apenas ayuda.

Diego siempre tenía excusas: que si los niños pequeños, que si su mujer estaba en paro, que si las extraescolares… Pero yo sabía que podía hacer más. La última vez que hablamos del tema acabamos discutiendo.

—Lucía, no puedo más —me gritó Diego por teléfono—. ¿Por qué siempre tienes que ser tú la responsable? Mamá es mayor, pero tampoco es una inválida.

—¡No se trata de eso! —le respondí—. Se trata de que no podemos dejarla sola.

—Pues que venda el piso y se vaya a un sitio más pequeño —soltó él—. O que pida ayuda social. No es nuestra culpa que no haya ahorrado más.

Esa frase me dolió como una bofetada. ¿Cómo podía decir eso? Mamá había hecho todo lo posible por nosotros. Pero también era cierto: ¿hasta dónde llegaba nuestra obligación?

Esa noche apenas dormí. Soñé con mi madre sola en su piso, apagando luces para ahorrar electricidad, contando monedas para comprar pan. Me desperté sudando y con el corazón encogido.

Al día siguiente fui a verla. Llevé a los niños para animarla. Nos recibió con una sonrisa cansada y una mesa llena de galletas caseras.

—No tenías que haberte molestado —le dije al ver el despliegue.

—Bah, mujer… ¿Qué voy a hacer si no? Me paso el día sola —respondió ella mientras acariciaba el pelo de mi hija pequeña.

Mientras los niños jugaban en el salón, me senté con ella en la cocina.

—Mamá… tenemos que hablar de dinero —empecé, sintiendo un nudo en el estómago.

Ella bajó la mirada. —No quiero ser una carga para vosotros, Lucía. Pero tampoco quiero dejar mi casa. Aquí está todo lo que soy…

Vi sus ojos llenos de lágrimas contenidas y sentí una punzada de rabia hacia Diego, hacia mí misma, hacia el mundo entero.

—No eres una carga —mentí otra vez—. Pero necesitamos organizarnos mejor. Quizá podrías pedir alguna ayuda del ayuntamiento…

Ella negó con la cabeza. —Ya sabes cómo son esas cosas… Mucho papeleo y luego te dan dos duros.

La conversación quedó flotando en el aire como una nube gris. Al volver a casa discutí con Álvaro.

—No podemos seguir así —repitió él—. O tu hermano se implica o tendrás que poner límites.

Pero poner límites a una madre es como ponerle puertas al mar.

Pasaron las semanas y la tensión creció. Diego dejó de contestar a mis mensajes sobre el dinero. Mi madre empezó a llamarme menos; cuando lo hacía, su voz sonaba más débil.

Un día recibí una llamada del hospital: mamá había tenido un mareo en el supermercado y alguien la llevó a urgencias. Corrí a verla con el corazón en un puño.

Allí estaba ella, pálida pero sonriente.

—No te preocupes, hija… Solo ha sido un susto —me dijo mientras me apretaba la mano—. No quiero darte más problemas.

En ese momento sentí que todo se rompía dentro de mí: la culpa, el amor, el miedo al futuro… ¿Cuánto tiempo más podría sostenerlo todo?

Ahora escribo esto desde mi habitación, escuchando a mis hijos reírse en el salón y pensando en mi madre sola en su piso lleno de recuerdos. ¿Hasta dónde llega nuestro deber como hijos? ¿Cuándo deja de ser amor y empieza a ser sacrificio?

¿Vosotros también sentís ese peso? ¿Dónde pondríais el límite?