Cuando Mariela Cantó: Una Noche en la Casa de los Gutiérrez
—¿De verdad crees que puedes cantar, Mariela? —La voz de doña Carmen retumbó en el salón, como si quisiera dejarme claro que no tenía derecho ni a soñar.
Me quedé quieta, con el trapo de cocina aún en la mano, sintiendo las miradas de todos los invitados clavadas en mi nuca. Era la fiesta de cumpleaños de la hija menor de los Gutiérrez, una familia de esas de toda la vida en Salamanca, con apellido largo y casa aún más grande. Yo llevaba seis años trabajando para ellos, limpiando, cocinando y escuchando desde lejos las risas y los secretos que nunca eran para mí.
—¡Venga, mujer! —insistió doña Carmen, con esa sonrisa torcida que usaba cuando quería humillarme—. Si tanto te gusta tararear mientras friegas, demuéstranos lo que sabes hacer.
Sentí cómo me ardían las mejillas. Don Ramón, el señor de la casa, ni siquiera levantó la vista del móvil. Los niños cuchicheaban entre ellos, y los invitados —amigos del club de golf y vecinas del barrio— esperaban el espectáculo. Nadie pensaba que yo pudiera hacer otra cosa que servir la mesa.
—No tiene por qué hacerlo si no quiere —dijo Lucía, la hija mayor, con una voz suave. Pero doña Carmen ya había decidido.
—¡Vamos! ¡Que no se diga que en esta casa no hay alegría! —exclamó, alzando su copa de vino.
Me temblaban las manos. Recordé a mi abuela en Extremadura, cantando jotas mientras amasaba pan. Recordé las noches en que, sola en mi cuarto, cantaba bajito para no molestar a nadie. ¿Por qué tenía que avergonzarme ahora?
Respiré hondo. Dejé el trapo sobre la mesa y me planté en medio del salón. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
—Si no les importa —dije, mirando a Lucía—, cantaré una copla que me enseñó mi madre.
Nadie respondió. Cerré los ojos y empecé a cantar «Ojos verdes». Al principio, mi voz salió temblorosa, pero pronto sentí cómo el pecho se me llenaba de fuerza. Canté con todo lo que tenía dentro: el cansancio de los días largos, la nostalgia de mi tierra, la rabia contenida por tantas veces en que me hicieron sentir invisible.
La sala se fue quedando en silencio. Hasta don Ramón levantó la vista del móvil. Los niños dejaron de reírse. Cuando terminé, nadie se atrevió a aplaudir al principio. Fue Lucía quien rompió el hechizo:
—¡Bravo, Mariela! —dijo, con lágrimas en los ojos.
Poco a poco, los demás empezaron a aplaudir. Doña Carmen tenía la boca apretada y los ojos fríos, pero no dijo nada más. Esa noche, por primera vez, sentí que me miraban de verdad.
Después de la fiesta, Lucía vino a buscarme a la cocina.
—¿Por qué nunca nos habías contado que cantabas así? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—¿Para qué? Aquí nadie escucha a las Marielas del mundo.
Lucía me abrazó fuerte.
—Eso tiene que cambiar —susurró.
Esa noche me fui a dormir con una sonrisa nueva. Pensé en todas las veces que callé por miedo o vergüenza. Pensé en cuántas mujeres como yo esconden talentos porque creen que no valen nada.
Ahora lo pregunto yo: ¿Cuántas veces nos dejamos pisotear por miedo a brillar? ¿Y si mañana nos atrevemos a cantar nuestra verdad?