Cuando mi hija dejó de contestar: el eco de un silencio
—¿Por qué no me contesta? —me pregunté por quinta vez esa noche, mirando la pantalla del móvil, donde el doble check azul seguía sin aparecer. Lucía siempre me respondía, aunque fuera con un simple “luego te llamo, mamá”. Pero esta vez, el silencio era tan denso que podía sentirlo en el pecho, como una piedra fría.
Me levanté del sofá, incapaz de concentrarme en la serie que habíamos empezado juntas la última vez que vino a casa. Caminé hasta la cocina y abrí la nevera sin saber qué buscaba. Quizá una excusa para no pensar. Desde el divorcio con Fernando, Lucía había sido mi roca, mi razón para levantarme cada mañana. O al menos eso creía yo.
La preocupación me llevó a marcar su número otra vez. Nada. Ni un tono. Ni un mensaje. Recordé la última conversación que tuvimos: discutimos porque le pregunté si iba a ver a su padre ese fin de semana. Ella me miró con esos ojos oscuros tan suyos y me dijo: “Mamá, no me preguntes siempre lo mismo”. Yo, herida, respondí con frialdad: “Solo quiero saber si estás bien”.
Esa noche no dormí. Al día siguiente, fui a su piso en Lavapiés. Toqué el timbre y esperé. Nadie contestó. Bajé al bar de la esquina, donde Lucía solía tomar café antes de ir a la universidad.
—¿Has visto hoy a Lucía? —pregunté a Paco, el camarero.
—No, señora Carmen. Hace días que no la veo —me respondió con una mirada preocupada.
El miedo se apoderó de mí. Llamé a su mejor amiga, Marta.
—¿Sabes algo de Lucía? No me contesta desde hace días.
Marta dudó antes de responder:
—Carmen… Lucía está bien, pero necesita espacio. Me pidió que no te lo dijera, pero creo que deberías saberlo: está muy dolida contigo.
Sentí un puñal en el estómago.
—¿Dolida? ¿Por qué? Siempre he hecho todo por ella…
—A veces no basta con hacer cosas, Carmen —dijo Marta suavemente—. A veces hay que escuchar más y juzgar menos.
Volví a casa derrotada. Me senté en la cama y repasé mentalmente los últimos años. ¿En qué momento mi hija empezó a alejarse de mí? ¿Había sido demasiado dura tras el divorcio? ¿La había convertido en mi confidente cuando solo era una adolescente?
Pasaron dos semanas sin noticias. Cada día era una tortura. El silencio de Lucía era un eco constante en mi cabeza. Hasta que una tarde recibí un mensaje:
“Podemos hablar mañana en el Retiro?”
Llegué antes de la hora y me senté en un banco bajo los castaños. Lucía apareció puntual, con el rostro serio y los ojos cansados.
—Hola, mamá.
—Hola, hija —dije, intentando sonreír.
Nos miramos en silencio unos segundos eternos.
—¿Por qué has dejado de hablarme? —pregunté al fin, con la voz temblorosa.
Lucía suspiró.
—Porque necesitaba respirar. Porque siento que nunca me escuchas de verdad. Siempre has estado tan pendiente de mí que no te has dado cuenta de cómo me sentía realmente.
Me quedé helada.
—¿Cómo te sentías?
—Sola —respondió sin dudar—. Desde el divorcio te apoyaste tanto en mí que sentí que tenía que ser fuerte por las dos. Pero yo también era una niña, mamá. Y cuando intentaba contarte mis cosas, siempre acababas hablando de tus problemas o criticando a papá.
Las palabras me golpearon como una ola fría. Recordé todas esas tardes en las que le contaba mis miedos sobre el futuro, mis peleas con Fernando, mis frustraciones laborales… Pensaba que compartiendo mi dolor le enseñaba a ser fuerte, pero quizá solo la estaba cargando con un peso que no le correspondía.
—Lo siento —susurré—. No sabía…
Lucía bajó la mirada.
—No quiero perderte, mamá. Pero necesito que entiendas que yo también tengo derecho a equivocarme, a estar triste… No siempre tengo que ser tu apoyo. A veces solo quiero ser tu hija.
Las lágrimas me nublaron la vista. Quise abrazarla, pero ella se apartó suavemente.
—Dame tiempo —pidió—. Quiero reconstruir nuestra relación, pero necesito espacio para sanar.
Asentí en silencio mientras ella se alejaba entre los árboles del parque. Me quedé allí mucho tiempo después de que desapareciera de mi vista, preguntándome cómo pude estar tan ciega ante su dolor.
Esa noche escribí una carta para Lucía. Le conté todo lo que sentía: mi culpa, mi miedo a perderla, mi deseo de aprender a escucharla sin juzgarla ni cargarla con mis problemas. No sé si algún día me perdonará del todo, pero sé que debo cambiar si quiero recuperar a mi hija.
Ahora cada vez que paso por su habitación vacía o veo su taza favorita en la cocina siento un nudo en el estómago. Pero también una esperanza: quizá este silencio sea el principio de algo nuevo entre nosotras.
¿Alguna vez habéis sentido que habéis fallado a alguien sin daros cuenta? ¿Es posible reparar un vínculo roto por años de malentendidos?