Cuando mi nieto esperó mi casa: el día que mi corazón se rompió

—¿De verdad, Rubén? ¿Eso es lo que piensas de mí? —Mi voz tembló en el pasillo, mientras sostenía la carta del banco que había encontrado en la mesa de la cocina. Mi nieto, con la mirada baja, no respondió. El sol de la tarde entraba por la ventana, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido justo en ese instante.

Nunca imaginé que mi vida llegaría a este punto. Me llamo Zofia, tengo setenta y ocho años y he vivido en este piso de Vallecas desde que me casé con Antonio, hace más de cincuenta años. Aquí crié a mis dos hijas, Carmen y Lucía, y aquí he visto crecer a mis nietos. Siempre pensé que la familia era un refugio, un lugar donde el amor era incondicional. Pero ese día, al escuchar a Rubén hablar con su madre en la cocina, sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

—Mamá, ¿para qué voy a pedir una hipoteca si la abuela no puede vivir sola mucho más tiempo? —dijo Rubén, sin saber que yo estaba en el pasillo. —Cuando ella falte, la casa será nuestra, ¿no?

Carmen no respondió de inmediato. Hubo un silencio incómodo, roto solo por el zumbido del frigorífico. Yo me apoyé en la pared, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta. ¿Eso era lo que pensaban de mí? ¿Un trámite, una propiedad a repartir?

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces, recorrí el pasillo oscuro y me senté en el sofá, mirando las fotos familiares en la estantería. Antonio sonreía en una de ellas, con su bigote y su mirada cálida. «¿Qué harías tú, Antonio?», susurré al vacío. Siempre fuiste el mediador, el que calmaba las aguas cuando las cosas se torcían. Pero ahora estaba sola.

Al día siguiente, Carmen vino a verme. Traía una bolsa con croquetas y una barra de pan, como si nada hubiera pasado. Pero yo no podía fingir. Me senté frente a ella en la mesa de la cocina y le mostré la carta del banco.

—¿Por qué Rubén no quiere pedir un préstamo? —le pregunté, mirándola a los ojos.

Carmen suspiró, apartando la mirada.

—Mamá, los tiempos están difíciles. Los sueldos no dan para tanto, y Rubén aún está con contratos temporales. Solo pensó que… bueno, que cuando tú ya no estés, la casa podría ayudarle a empezar.

—¿Y mientras tanto? ¿Yo qué soy? ¿Un estorbo? —Mi voz se quebró. Carmen se levantó y me abrazó, pero sentí que había un muro invisible entre nosotras.

Durante semanas, la tensión flotó en el aire. Rubén venía a verme, pero ya no era el mismo. Hablaba poco, evitaba mirarme a los ojos. Yo intentaba comportarme como siempre, pero cada vez que lo veía, recordaba sus palabras. Empecé a preguntarme si había fallado como abuela, si había dado demasiado, si había hecho que mi familia dependiera de mí más de la cuenta.

Un domingo, Lucía vino con sus hijos. Ella siempre fue la rebelde, la que se fue a Barcelona a buscarse la vida. Mientras los niños jugaban en el salón, Lucía me tomó de la mano.

—Mamá, no dejes que esto te hunda. Rubén es joven, no sabe lo que dice. Pero tú tienes derecho a vivir como quieras. Si quieres vender la casa e irte a la playa, hazlo. No te sacrifiques más.

La idea me sorprendió. ¿Vender mi casa? ¿Dejar atrás todos estos recuerdos? Miré alrededor: las cortinas que cosí con mis propias manos, la mesa donde celebramos tantas Navidades, el reloj de pared que Antonio arreglaba cada año. ¿Podría realmente dejarlo todo?

Esa noche, Rubén vino solo. Se sentó frente a mí, nervioso.

—Abuela, siento lo que dije. No quería que te enteraras así. Es solo que… estoy agobiado. Todos mis amigos tienen piso menos yo. Y tú siempre has estado ahí para todos. Pensé que…

—¿Que era mi obligación darte mi casa? —le interrumpí, con más dureza de la que pretendía.

Rubén bajó la cabeza.

—No. Solo… no sé. Lo siento.

Vi en sus ojos el miedo, la inseguridad. Recordé cuando era niño y venía corriendo a mis brazos porque tenía miedo a la oscuridad. Ahora era un hombre, pero seguía perdido. Sentí una mezcla de rabia y ternura.

—Rubén, la vida no es una herencia. Es lo que haces con ella. Yo he trabajado toda mi vida para daros lo mejor, pero también para que aprendierais a luchar por lo vuestro. No quiero que esperes a que yo falte para empezar a vivir.

Él asintió, con lágrimas en los ojos. Nos abrazamos, y por primera vez en semanas sentí que algo se recomponía entre nosotros. Pero la herida seguía ahí, latente.

Ahora, cada noche, me siento en el sofá y miro las luces de la ciudad por la ventana. Me pregunto si he dado demasiado, si he confundido el amor con el sacrificio. ¿En qué momento la familia dejó de ser un refugio para convertirse en una suma de bienes y expectativas?

¿De verdad el amor se mide en metros cuadrados? ¿O aún queda esperanza para que volvamos a mirarnos como antes, sin cálculos ni resentimientos? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?