Cuando Sugerimos la Residencia: Entre el Amor y la Culpa
—¿Me estás diciendo que me quieres encerrar en un asilo? —La voz de Julián retumbó en la cocina, tan áspera como el pan duro que siempre guardaba en la alacena.
Me quedé helada, con las manos aún húmedas del agua del fregadero. Lucía, mi hija de ocho años, se asomó desde el pasillo, con los ojos muy abiertos. La tarde se había vuelto densa, como si las paredes de la casa de Julián, mi padrastro, absorbieran cada palabra.
—No es un asilo, Julián —intenté suavizar—. Es una residencia. Allí estarías acompañado, tendrías médicos cerca…
Él me interrumpió con un gesto brusco. —¡No quiero compañía! ¡Quiero mi casa! Aquí viví con tu madre, aquí quiero morir.
Sentí un nudo en la garganta. Mi madre había fallecido hacía cinco años y desde entonces Julián vivía solo en esta casa de piedra, en mitad de la sierra de Gredos. Yo venía cada fin de semana desde Madrid con Lucía, pero últimamente los achaques de Julián eran más frecuentes: caídas, despistes, la nevera vacía durante días.
—Mamá —susurró Lucía—, ¿el abuelo está enfadado?
Me agaché para abrazarla. —No pasa nada, cariño. Solo estamos hablando.
Pero sí pasaba. Mucho. Sentía que me desgarraba por dentro: por un lado, Lucía necesitaba mi atención, mi tiempo, mis cuentos antes de dormir; por otro, Julián era lo más parecido a un padre que había tenido nunca. Mi padre biológico desapareció antes de que yo naciera y mi madre nunca quiso hablar de él. Julián me crió como si fuera suya, pero ahora yo sentía que le estaba fallando.
Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos arrastrados de Julián por el pasillo y el crujir de las vigas viejas. Pensé en la humedad que subía por las paredes, en la caldera que fallaba cada invierno. ¿Y si se caía otra vez? ¿Y si no podía avisar a nadie?
A la mañana siguiente preparé café y tostadas para todos. Julián apenas probó bocado.
—¿Por qué no entiendes que aquí estoy bien? —me dijo sin mirarme—. No quiero irme a ninguna parte.
—No puedo venir todos los días —le respondí, con voz temblorosa—. Trabajo mucho, Lucía tiene colegio… No puedo dejarlo todo.
—Nadie te lo pide —replicó él—. Yo me apaño solo.
Pero no era cierto y ambos lo sabíamos. La última vez que se cayó estuvo dos horas en el suelo hasta que una vecina lo oyó pedir ayuda. La casa estaba cada vez más fría y desordenada; los papeles del banco sin abrir se amontonaban sobre la mesa.
Esa tarde salimos a pasear por el pueblo. Julián caminaba despacio, apoyado en su bastón. Saludaba a los pocos vecinos que quedaban; la mayoría eran mayores como él o casas vacías cuyos dueños solo venían en verano.
—¿Te acuerdas cuando veníamos al río? —me preguntó de pronto.
Asentí. Recordé los veranos de mi infancia: Julián enseñándome a pescar truchas, mi madre riendo bajo los chopos, Lucía chapoteando en el agua helada años después.
—Todo eso se acaba —dijo él—. Si me voy de aquí… ¿qué me queda?
No supe qué contestar. Sentí una punzada de culpa tan intensa que tuve que apartar la mirada.
Esa noche llamé a mi hermana Marta. Ella vive en Valencia y apenas viene a vernos.
—¿Por qué tengo que ser yo siempre la mala? —le solté nada más descolgar.
—Porque eres la única que está ahí —me respondió con frialdad—. Yo no puedo dejar el trabajo ni a los niños.
—¿Y yo sí? ¿Y Lucía?
Silencio al otro lado del teléfono.
—Haz lo que creas mejor —dijo al fin—. Pero no esperes que Julián te lo agradezca.
Colgué con rabia y tristeza. ¿Era egoísta por querer una vida más fácil para mí y para Lucía? ¿O era peor dejar a Julián solo en esa casa cada vez más inhóspita?
El domingo por la tarde preparé las maletas para volver a Madrid. Julián nos acompañó hasta el coche. Lucía le abrazó fuerte.
—Abuelo, ¿vienes pronto a vernos?
Julián sonrió débilmente y le acarició el pelo.
—Cuando pueda, princesa.
Antes de subir al coche me detuve frente a él.
—Julián…
Él me miró con los ojos húmedos.
—No me quites lo poco que me queda —susurró.
Durante el viaje de vuelta, Lucía se quedó dormida en el asiento trasero. Yo conducía con las lágrimas resbalando por las mejillas. ¿Qué derecho tenía yo a decidir sobre la vida de Julián? ¿Dónde está el límite entre cuidar y controlar? ¿Alguna vez podré perdonarme si hago lo que creo correcto?
A veces me pregunto: ¿es posible ser buena hija y buena madre al mismo tiempo? ¿O siempre hay que sacrificar algo o a alguien?