Cuando Tomás se fue: El primer suspiro tras treinta años de matrimonio

—¿De verdad te vas a ir? —pregunté, con la voz quebrada, mientras Tomás metía su ropa en la maleta azul que compramos juntos en El Corte Inglés hace años.

No me miró. Ni siquiera se detuvo. Solo siguió doblando camisas, como si estuviera haciendo la compra o revisando la lista de la compra del Mercadona. Yo, de pie en el umbral de la puerta del dormitorio, sentí que el aire se volvía denso, irrespirable. Treinta años juntos. Treinta años de rutinas, de cenas rápidas frente a la tele, de vacaciones en Benidorm con los niños, de silencios cada vez más largos.

—No es por ti, Lucía —dijo al fin, sin levantar la vista—. Es que necesito algo diferente. Algo que me haga sentir vivo otra vez.

No lloré. No grité. Solo sentí un vacío inmenso y, al mismo tiempo, una extraña ligereza. Como si me hubieran quitado un abrigo pesado que llevaba puesto desde hacía demasiado tiempo.

Cuando cerró la puerta detrás de él, el silencio fue absoluto. Ni siquiera los vecinos hacían ruido esa tarde. Me senté en el sofá y miré el reloj: las seis y cuarto. Me pregunté si debía llamar a mi hermana Carmen o a mi hija Marta, pero no quería escuchar el típico «te lo dije» o «ya era hora». Porque, aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabían que Tomás llevaba meses distante, que llegaba tarde del trabajo y que su móvil siempre estaba boca abajo sobre la mesa.

Esa noche dormí poco. Me levanté varias veces para mirar por la ventana, esperando ver su coche aparcado abajo, como si todo fuera una pesadilla absurda. Pero no volvió. Y yo tampoco quería que volviera.

Al día siguiente, Marta vino a casa. Entró sin llamar, como siempre hacía desde pequeña.

—¿Dónde está papá? —preguntó, dejando su bolso en la mesa del comedor.

—Se ha ido —respondí, intentando sonar firme.

Marta se quedó callada unos segundos. Luego me abrazó con fuerza.

—Mamá… ¿estás bien?

No supe qué responderle. ¿Estaba bien? No lo sabía. Sentía miedo, sí. Pero también una especie de alivio culpable.

Los días siguientes fueron una sucesión de llamadas de familiares: mi madre desde Salamanca, mi hermano Luis desde Valencia, mi cuñada Rosa con su tono siempre crítico:

—Lucía, ¿cómo has dejado que esto pase? ¿No viste las señales?

Me daban ganas de gritarle que no era tan fácil, que uno no ve lo que no quiere ver. Pero solo asentía y colgaba rápido.

La casa se volvió demasiado grande para mí sola. Cada rincón me recordaba a Tomás: el perchero donde colgaba su chaqueta marrón, el cajón del baño lleno de sus cuchillas de afeitar, el olor a su colonia en las sábanas. Durante semanas no pude cambiar las sábanas. Era como si al hacerlo aceptara que ya no iba a volver.

Pero poco a poco empecé a notar cosas nuevas. El silencio ya no era tan pesado; podía escuchar mis propios pensamientos. Empecé a desayunar en la terraza, mirando cómo los vecinos paseaban a sus perros por la plaza. Me apunté a clases de yoga en el centro cultural del barrio y conocí a Pilar y a Mercedes, dos mujeres con historias parecidas a la mía. Nos reíamos juntas de nuestras desgracias y compartíamos cafés después de clase.

Un día Marta vino a casa con su hijo pequeño y me encontró bailando sola en el salón al ritmo de una canción antigua de Mecano.

—Mamá… ¿estás bien? —preguntó otra vez, pero esta vez sonriendo.

—Creo que sí —le respondí—. O al menos lo intento.

Pero no todo era tan fácil como parecía. Mi hijo Álvaro apenas me llamaba; estaba enfadado con su padre pero también conmigo por «no luchar más» por el matrimonio. Mi madre insistía en que debía perdonar a Tomás y «hacer como nuestras abuelas», aguantar por el bien de la familia.

Una tarde recibí un mensaje inesperado: era Tomás.

«¿Podemos hablar? Necesito recoger unas cosas y… hablar contigo».

Sentí un nudo en el estómago pero acepté. Cuando llegó, parecía más viejo, más cansado. Se sentó en la cocina y me miró como si no supiera quién era yo.

—Lucía… lo siento mucho. No quería hacerte daño.

—Ya lo sé —le respondí—. Pero lo has hecho igual.

Hubo un silencio largo. Luego se levantó y se fue sin decir nada más.

Esa noche lloré por primera vez desde que se fue. No por él, sino por mí misma: por todo lo que había aguantado, por todas las veces que me callé para evitar discusiones, por todos los sueños que dejé aparcados «para más adelante».

Pero también lloré de alivio. Porque por primera vez en treinta años podía decidir qué hacer con mi vida sin pedir permiso ni dar explicaciones.

Empecé a salir más con mis amigas; fui al cine sola por primera vez; viajé un fin de semana a Granada con Pilar y Mercedes y nos perdimos por las callejuelas del Albaicín riendo como adolescentes.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Marta me animó a apuntarme a un curso de fotografía y descubrí una pasión nueva: capturar momentos pequeños pero llenos de belleza —la luz entrando por la ventana, una pareja mayor cogida de la mano en el parque, una niña jugando con su perro—.

A veces todavía siento miedo cuando pienso en el futuro: ¿y si me quedo sola para siempre? ¿Y si nunca vuelvo a enamorarme? Pero luego recuerdo cómo era mi vida antes: una rutina cómoda pero vacía, llena de silencios y renuncias.

Ahora sé que puedo empezar de nuevo, aunque tenga sesenta años y aunque haya días en los que la soledad pese demasiado.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres hay como yo en España, aguantando por miedo al qué dirán o por no saber estar solas? ¿No merecemos todas una segunda oportunidad para ser felices?