Cuatro horas para salvar a Lucas: el viaje que cambió mi vida
—¿Pero cómo que lo van a sacrificar? —grité al teléfono, la voz de mi hermana Lucía temblando al otro lado de la línea.
—Mamá dice que no podemos hacernos cargo, y la veterinaria dice que está muy mayor… —sollozó—. Pero es Lucas, Raúl. ¡Es Lucas!
El reloj marcaba las 19:12. Había oscurecido en Madrid y la noticia de la muerte del tío Ramón aún no había terminado de asentarse en mi pecho. Pero lo de Lucas… eso era otra puñalada. Recordé sus ojos dorados, su cola moviéndose como un metrónomo cada vez que nos veía llegar al pueblo de Ávila. El perro que había acompañado a mi tío durante toda su soledad, el único testigo de sus últimos años.
—Salgo ya —dije sin pensar—. Paso a buscarte en veinte minutos.
El viaje fue un silencio tenso al principio. Lucía miraba por la ventanilla, las luces de la ciudad reflejándose en sus lágrimas. Yo apretaba el volante, luchando contra el tráfico y contra los recuerdos. Hacía meses que no hablábamos más allá de lo imprescindible. Desde aquella discusión por la herencia de la abuela, todo era distancia y reproches velados.
—¿Por qué no lo cuidó mamá? —pregunté de pronto, rompiendo el hielo.
Lucía suspiró.—Ya sabes cómo es. Dice que bastante tiene con papá y sus achaques. Que un perro viejo es una carga más.
Me mordí la lengua. Sabía que tenía razón, pero me dolía oírlo así, tan frío. Lucas no era una carga; era familia.
La radio murmuraba noticias sobre la subida del precio de la luz y el último escándalo político. Afuera, los campos castellanos se extendían bajo la luna. El coche olía a miedo y a nostalgia.
—¿Te acuerdas cuando Ramón nos llevaba al río con Lucas? —dijo Lucía de repente—. Siempre acabábamos empapados y mamá nos reñía.
Sonreí por primera vez en días.—Y él decía: “Que los niños se manchen, que para eso está el verano”.
El silencio volvió, pero esta vez era menos pesado.
Llegamos al pueblo pasada la medianoche. La casa del tío Ramón estaba oscura, salvo por una luz en la cocina. La veterinaria, Carmen, nos esperaba con gesto serio y una carpeta en las manos.
—No tiene mucho tiempo —nos advirtió—. Está muy débil, casi no come ni se mueve.
Entramos en el salón y allí estaba Lucas, tumbado sobre una manta vieja. Levantó la cabeza al vernos y movió la cola con un esfuerzo titánico. Me arrodillé junto a él y sentí cómo el nudo en mi garganta se deshacía en lágrimas calientes.
—Hola, viejo amigo… —susurré acariciándole el hocico.
Lucía se sentó a su lado y le abrazó como si fuera un peluche roto. Carmen nos observaba en silencio, respetando nuestro momento.
—No puedo prometeros que vaya a mejorar —dijo al cabo—. Pero si queréis intentarlo…
—Lo intentaremos —afirmé sin dudar.
Esa noche dormimos los tres en el suelo del salón, turnándonos para vigilar a Lucas. Entre suspiros y ronquidos suaves, Lucía y yo hablamos por primera vez en mucho tiempo. Hablamos del tío Ramón, de mamá y papá, de lo solos que nos sentíamos desde que éramos adultos y todo parecía tan complicado.
—¿Por qué dejamos de hablarnos? —preguntó ella en voz baja.
No supe qué responderle. Quizá porque crecer es aprender a perder cosas: tiempo, inocencia, incluso hermanos.
Al amanecer, Lucas seguía vivo. Más débil, sí, pero vivo. Decidimos llevarlo con nosotros a Madrid y buscarle un veterinario especializado en geriatría canina. Carmen nos ayudó con los papeles y nos abrazó antes de marcharnos.
El viaje de vuelta fue distinto. Lucía sostenía la cabeza de Lucas en su regazo y yo sentí que algo se había reparado entre nosotros. No todo estaba perdido.
En casa, mamá vino a vernos al cabo de unos días. Al principio puso mala cara al ver a Lucas ocupando el sofá, pero luego se sentó junto a él y le acarició el lomo con ternura inesperada.
—Ramón estaría orgulloso —murmuró—. Siempre decía que los animales nos enseñan más que las personas.
Lucas vivió seis meses más con nosotros. Fueron meses duros: medicinas caras, noches sin dormir, discusiones sobre quién le sacaba a pasear cuando llovía o hacía frío. Pero también fueron meses llenos de risas, fotos antiguas rescatadas del desván y cenas improvisadas alrededor del perro más viejo del barrio.
El día que Lucas murió, Lucía y yo lloramos juntos como niños pequeños. Mamá preparó chocolate caliente y papá puso música antigua en el tocadiscos. Por primera vez en años, nos sentamos todos juntos sin reproches ni silencios incómodos.
A veces pienso que ese viaje de cuatro horas no fue solo para salvar a un perro moribundo; fue para salvarnos a nosotros mismos del olvido y la indiferencia.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos morir algo importante por miedo o comodidad? ¿Cuántas oportunidades dejamos pasar para reconciliarnos con quienes más queremos?