«¿De cuándo hablamos de un plazo?» – La traición de mi yerno y el precio de la confianza

—¡Pero si nunca hablamos de un plazo! —La voz de Sergio retumbó en el salón, mezclándose con el eco de mi propio desconcierto. Me quedé helada, sentada en el borde del sofá, con las manos temblorosas sobre las rodillas. Mi hija Lucía me miraba con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Yo tampoco podía.

Recuerdo perfectamente aquel día de primavera en que Sergio vino a casa, nervioso, con la corbata torcida y las manos sudorosas. Había perdido el trabajo hacía dos meses y la hipoteca apretaba. Lucía estaba embarazada de su segundo hijo y la incertidumbre les pesaba como una losa. Me miró a los ojos, casi suplicante:

—María, sólo necesito un empujón. Te lo devolveré en cuanto pueda, te lo prometo.

No dudé. Toda mi vida había ahorrado cada euro: las pagas extras, los regalos de Navidad, incluso las monedas sueltas que encontraba en los bolsillos al hacer la colada. Mi marido, Antonio, siempre decía que yo era demasiado precavida, pero después de su muerte, esos ahorros se convirtieron en mi escudo contra el miedo a la soledad y la pobreza.

Firmamos un papel sencillo, sin notario ni abogado. «Para qué —pensé— si somos familia». Les transferí los 38.000 euros que tenía guardados para mi vejez. Me sentí útil, necesaria, parte fundamental del sostén de mi familia.

Al principio todo fue bien. Sergio encontró un trabajo temporal y Lucía dio a luz a mi nieta Sofía. Pero los meses pasaron y el dinero no volvía. Cada vez que preguntaba, Sergio me respondía con evasivas:

—Ahora no puedo, María, pero en cuanto estabilice el negocio…

Lucía empezó a evitarme. Ya no venían los domingos a comer paella como antes. Mi nieto mayor, Pablo, me llamaba menos. El silencio se instaló en casa como una niebla espesa.

Una tarde de otoño, decidí enfrentarme a Sergio. Fui a su piso en Vallecas y toqué el timbre con el corazón desbocado.

—Sergio, necesito hablar contigo —dije apenas abrió la puerta.

Me hizo pasar al salón mientras Lucía se refugiaba en la cocina. Me senté frente a él y le pedí que me devolviera al menos una parte del dinero.

—María, entiéndeme… Ahora mismo no puedo —repitió—. Además, nunca hablamos de un plazo concreto.

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Cómo podía decir eso? ¿Acaso no era obvio que ese dinero era mi seguridad? ¿No veía mi miedo?

Esa noche no dormí. Recordé tantas veces en que había puesto a mi familia por delante: cuando renuncié a trabajar para cuidar de Lucía de pequeña; cuando vendimos el coche para pagarle la universidad; cuando cuidé de Antonio hasta el final sin pedir ayuda a nadie.

Empecé a notar cómo mis amigas del centro de mayores me miraban con lástima cuando les conté lo sucedido. «Eso pasa por fiarse demasiado», murmuraba Carmen mientras jugábamos al dominó. «Hoy en día ni de la familia te puedes fiar», sentenciaba Pilar.

La relación con Lucía se volvió tensa. Un día me llamó llorando:

—Mamá, no sé qué hacer… Sergio está agobiado y yo estoy entre los dos.

—Hija, sólo quiero lo que es justo —le respondí—. No quiero problemas, pero tampoco puedo quedarme sin nada.

Pasaron los meses y la situación no mejoró. Empecé a recortar gastos: dejé de ir a la peluquería, cambié el mercado por el supermercado más barato y apagué la calefacción por las noches para ahorrar en la factura de la luz. El miedo se instaló en mi pecho como una piedra fría.

Un día recibí una carta del banco: me informaban de que debía actualizar mis datos para seguir recibiendo la pensión mínima. Sentí vergüenza al pensar que después de toda una vida trabajando y ahorrando, ahora dependía de unos pocos euros al mes.

La Navidad llegó sin invitación para cenar con Lucía y su familia. Pasé la Nochebuena sola, mirando las luces parpadeantes del árbol y preguntándome en qué momento todo se torció.

Un domingo por la tarde llamé a Lucía:

—Hija, ¿puedo pasar a ver a los niños?

—Mamá… mejor otro día —me respondió con voz cansada—. Sergio está muy liado y los niños tienen deberes.

Colgué el teléfono sintiendo que perdía no sólo mi dinero, sino también a mi hija y mis nietos.

Empecé a escribir cartas que nunca envié:

«Querida Lucía: No te pido que elijas entre tu marido y yo. Sólo quiero que entiendas cómo me siento: traicionada, sola y asustada por el futuro.»

A veces pienso en ir al juzgado y reclamar lo que es mío legalmente. Pero luego recuerdo la cara de Lucía cuando era niña, sus abrazos antes de dormir, sus lágrimas cuando se cayó de la bici por primera vez… ¿Podría soportar perderla del todo?

Hoy he vuelto a mirar mi cuenta bancaria: apenas quedan 400 euros hasta fin de mes. Me siento atrapada entre el amor por mi familia y la necesidad de protegerme.

¿He sido ingenua? ¿Es posible confiar ciegamente en los tuyos sin salir herida? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar? ¿Elegiríais la seguridad o el amor incondicional por vuestra familia?