De ser la niña de papá a enfrentar el desahucio en mi propia casa

—¡No puedo más, Lucía! ¡Esto no es vida! —gritó mi padre desde el salón, su voz retumbando por las paredes del piso como un trueno inesperado.

Me quedé petrificada en el pasillo, con la mochila de Diego colgando de mi hombro y las llaves tintineando entre mis dedos sudorosos. Mi hijo, con sus seis años y sus ojos enormes, me miraba sin comprender, apretando mi mano con fuerza. Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, no levantó la vista del vaso de agua que giraba entre sus manos. Mi hermano Sergio, con los cascos puestos, fingía no escuchar nada desde su habitación.

—Papá, por favor… —susurré, pero él ya había cruzado el umbral del salón y me miraba con esa mezcla de cansancio y rabia que últimamente era su única expresión.

—¿Por favor qué? ¿Que siga aguantando esta situación? Somos cinco personas en un piso de tres habitaciones. No hay espacio ni para respirar. ¡Y encima tengo que soportar los gritos del niño cada mañana!

Sentí cómo se me encogía el estómago. Diego se escondió detrás de mis piernas. No era la primera vez que discutíamos por esto, pero nunca había sentido tan cerca el abismo.

—No tengo a dónde ir —dije, casi sin voz—. Sabes que no puedo pagar un alquiler sola. Estoy buscando trabajo, pero…

Mi padre bufó y se pasó la mano por la cara.

—Siempre hay excusas, Lucía. Siempre. Ya no eres una niña. Tienes que buscarte la vida como todos.

Me mordí el labio para no llorar. Recordé cuando era pequeña y él me llevaba al Retiro los domingos, cuando me llamaba su princesa y me prometía que siempre estaría a mi lado. ¿En qué momento me convertí en una carga?

La crisis había golpeado fuerte. Perdí mi trabajo como dependienta hace dos años y desde entonces encadenaba entrevistas y trabajos temporales que apenas cubrían para pañales y comida. El padre de Diego desapareció antes de que naciera; nunca quise hablar mal de él delante de mi hijo, pero a veces me hervía la sangre al pensar en su cobardía.

Mi madre rompió el silencio:

—Juan, por favor… Es nuestra hija. ¿Dónde va a ir con el niño?

Mi padre golpeó la mesa con el puño.

—¡No puedo más, Carmen! ¡No puedo! Esto no es lo que imaginé para nuestra jubilación. Quiero paz en mi casa. Quiero poder ver la tele sin tener que subir el volumen para tapar los dibujos animados.

Diego empezó a llorar bajito. Lo abracé fuerte.

—Mamá, papá… —intenté calmarme—. Solo necesito un poco más de tiempo. Estoy esperando respuesta de una entrevista en una tienda del centro. Si me cogen, podré ahorrar algo y buscar un estudio pequeño…

Sergio asomó la cabeza por la puerta.

—¿Otra vez estáis con lo mismo? —dijo con fastidio—. Si Lucía se va, ¿me puedo quedar yo con su habitación?

Mi padre le lanzó una mirada fulminante.

—Tú cállate y estudia, que bastante tenemos ya.

El ambiente era irrespirable. Me senté en una silla y apoyé la cabeza entre las manos. Sentí vergüenza, rabia, miedo. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Por qué todo parecía tan difícil?

Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos de mi padre por el pasillo, los suspiros de mi madre desde su habitación, los ronquidos de Sergio. Diego dormía abrazado a su peluche favorito, ajeno al huracán que nos envolvía.

Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, mi madre se acercó en silencio.

—Tu padre está muy nervioso —susurró—. No es contigo… Es todo esto. La pensión no da para tanto y él se siente inútil.

La miré a los ojos y vi el cansancio acumulado de años sosteniendo una familia que se desmoronaba poco a poco.

—Lo sé, mamá… Pero yo tampoco sé qué hacer.

El teléfono sonó a media mañana. Era la tienda del centro: no me habían cogido. Me encerré en el baño para llorar en silencio mientras Diego jugaba con sus coches en el pasillo.

Esa tarde, mientras recogía los platos del almuerzo, mi padre volvió a la carga:

—Lucía, tienes dos semanas para buscarte algo. No puedo seguir así.

Me quedé helada.

—¿Me vas a echar? ¿A tu hija? ¿Y a tu nieto?

Sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas.

—No quiero hacerlo… Pero no puedo más.

Salí corriendo al parque con Diego para no romperme delante de todos. Me senté en un banco y miré cómo jugaba con otros niños. Sentí una soledad infinita.

Esa noche llamé a mi amiga Marta:

—¿Puedo quedarme unos días contigo si me echan?

Ella dudó.

—Mi piso es pequeño… Pero algo haremos. No te preocupes.

Colgué sintiéndome aún más sola. Pensé en todas las madres solteras que conocía, en lo difícil que era salir adelante en este país sin una red fuerte detrás. Pensé en las colas del paro, en los alquileres imposibles de Madrid, en las miradas de lástima o reproche cuando decías que vivías con tus padres a los 28 años.

Pasaron los días y cada conversación era una batalla silenciosa: mi padre evitándome la mirada, mi madre intentando mediar sin éxito, Sergio cada vez más ausente en su mundo adolescente. Diego preguntaba por qué estábamos tristes y yo le mentía diciendo que era solo cansancio.

Una tarde encontré a mi padre sentado solo en el balcón, mirando las luces de la ciudad.

—Papá…

No respondió al principio. Luego suspiró.

—No quiero hacerte daño, Lucía… Pero siento que he fallado como padre si no te ayudo a volar sola.

Me senté a su lado y lloramos juntos por primera vez desde que era niña.

Hoy escribo esto sin saber qué será de nosotros mañana. No busco compasión; solo quiero entender cómo llegamos hasta aquí y si algún día podré volver a sentirme parte de una familia sin sentirme una carga.

¿Hasta dónde llega el amor familiar cuando la vida nos pone contra las cuerdas? ¿Cuántos sacrificios más podemos soportar antes de rompernos del todo?