Derecho a amar después de los cincuenta: Mi vida contra los prejuicios

—¿Pero mamá, de verdad piensas salir con ese hombre? —La voz de mi hija Lucía retumbó en el salón, tan afilada como el cuchillo con el que cortaba el pan para la cena.

Me quedé quieta, con las manos húmedas sobre el mantel de cuadros. Mi hijo Álvaro ni siquiera levantó la vista del móvil. Sentí el corazón golpearme en el pecho, como si quisiera escapar de mi cuerpo. Tenía cincuenta y dos años y, por primera vez desde que me divorcié de Antonio, sentía mariposas en el estómago. ¿Era tan raro?

—No es solo salir, Lucía. Me gusta —respondí, intentando que mi voz no temblara.

Lucía bufó. —¿Y qué va a decir la gente? ¿No te da vergüenza? Papá lleva años solo y tú ahora te pones a hacer el ridículo…

No supe qué contestar. Me sentí pequeña, como cuando era niña y mi madre me regañaba por llegar tarde. Pero ahora era yo la madre, y mis hijos parecían haber heredado todos los prejuicios de una España que creía superada.

La verdad es que llevaba años sintiéndome invisible. Desde que Antonio se fue con una compañera de trabajo más joven, mi vida se redujo a cuidar de mis hijos, trabajar en la biblioteca municipal y ver series en la tele. Mis amigas hablaban de nietos y excursiones del Imserso, pero yo sentía un vacío que ni los paseos por el Retiro ni las tardes de bingo podían llenar.

Todo cambió el día que conocí a Manuel. Fue en la biblioteca, claro. Venía a devolver unos libros de historia y se quedó charlando conmigo sobre la Guerra Civil. Tenía una sonrisa tímida y unas manos grandes, de esas que parecen capaces de arreglar cualquier cosa. Al principio pensé que solo buscaba conversación, pero poco a poco empezamos a quedar para tomar café después del trabajo.

—¿Te apetece ir al cine este viernes? —me preguntó una tarde, mientras recogíamos las tazas en la cafetería del barrio.

Sentí un cosquilleo en el estómago. Hacía años que nadie me invitaba al cine. Dudé un segundo antes de responder.

—Sí, claro —dije, y él sonrió como si acabara de regalarle un tesoro.

Pero la ilusión duró poco. Cuando se lo conté a Lucía y Álvaro, reaccionaron como si les hubiera traicionado. Mi hermana Pilar también me llamó para decirme que tuviera cuidado, que a nuestra edad los hombres solo buscan aprovecharse.

—Carmen, no seas ingenua —me dijo por teléfono—. ¿Qué va a pensar la familia? Ya tienes una edad…

Me dolió más de lo que quería admitir. ¿Por qué tenía que esconderme? ¿Por qué una mujer de mi edad no podía enamorarse?

Las semanas siguientes fueron un tira y afloja constante entre mi deseo de ser feliz y el miedo a perder a mis hijos. Manuel era paciente; nunca me presionó. Me escuchaba cuando le contaba mis dudas y me cogía la mano cuando sentía ganas de llorar.

—No tienes que elegir —me dijo una noche, mientras paseábamos por la Gran Vía iluminada—. Pero tampoco puedes vivir siempre para los demás.

Sus palabras me hicieron pensar en todo lo que había sacrificado: sueños, viajes, incluso amistades. Siempre anteponiendo las necesidades de otros a las mías propias. ¿No merecía yo también una segunda oportunidad?

Un domingo decidí invitar a Manuel a comer a casa. Preparé cocido madrileño y puse la mesa bonita, como hacía cuando los niños eran pequeños. Cuando Manuel llegó con flores para mí y bombones para Lucía y Álvaro, sentí una mezcla de orgullo y miedo.

La comida fue tensa. Lucía apenas probó bocado y Álvaro no soltó el móvil ni un segundo. Manuel intentó romper el hielo hablando del Atleti, pero nadie le siguió la conversación.

Después del postre, Lucía explotó:

—¿De verdad crees que puedes empezar otra vida ahora? ¿No te das cuenta de que nos haces daño?

Me temblaron las manos. Miré a Manuel y luego a mis hijos.

—He pasado muchos años sola —dije al fin—. He hecho todo lo posible por vosotros. Pero también tengo derecho a ser feliz.

Lucía se levantó bruscamente y se encerró en su habitación. Álvaro murmuró algo ininteligible y salió al balcón.

Manuel me miró con ternura y apretó mi mano bajo la mesa.

Esa noche lloré en silencio. Dudé si estaba haciendo lo correcto o si estaba condenada a elegir entre el amor y mi familia. Recordé las veces que mi madre me decía que las mujeres debíamos sacrificarnos siempre por los hijos, por el marido, por todos menos por nosotras mismas.

Pasaron semanas sin que Lucía me hablara más allá de lo imprescindible. Álvaro empezó a salir más con sus amigos y apenas paraba en casa. Yo seguí viendo a Manuel en secreto, sintiéndome adolescente otra vez pero también culpable.

Un día Pilar vino a verme sin avisar.

—Carmen, ¿de verdad eres feliz? —me preguntó mientras tomábamos café en la cocina.

La miré a los ojos y sentí que por fin podía decirlo en voz alta:

—Sí, Pilar. Con Manuel soy feliz. Me siento viva otra vez.

Mi hermana suspiró y me abrazó fuerte.

—Entonces lucha por ello —me susurró al oído—. Los hijos acabarán entendiendo.

No sé si tenía razón. Pero esa noche dormí tranquila por primera vez en meses.

Hoy Manuel y yo seguimos juntos. Lucía ha empezado a aceptar nuestra relación poco a poco; incluso me pidió consejo sobre una cita hace unas semanas. Álvaro sigue distante, pero sé que algún día comprenderá que su madre también merece amor.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que la felicidad no tiene edad? ¿Cuántas mujeres como yo siguen renunciando a sus sueños por miedo al qué dirán?

¿Y tú? ¿Crees que tenemos derecho a amar sin importar lo que piense la familia o la sociedad?