Descorazonada: Mi Tierra Regalada y la Brecha Familiar que Provocó

—¿De verdad vais a venderlo? —mi voz tembló, más de rabia que de tristeza, mientras miraba a Lucía y a mi hijo Sergio sentados en el salón, con las manos entrelazadas como si el mundo fuera solo suyo.

Lucía bajó la mirada. Sergio, en cambio, me sostuvo la mirada con esa mezcla de paciencia y cansancio que últimamente le veo demasiado a menudo.

—Mamá, lo hemos pensado mucho. No podemos mantener el terreno. No tenemos tiempo ni dinero para arreglar la casa vieja. Nos hace falta el dinero para la entrada del piso en Madrid.

Sentí cómo se me encogía el pecho. Ese terreno, en las afueras de nuestro pueblo en Segovia, era mucho más que un trozo de tierra. Era el lugar donde conocí a Tomás, donde plantamos juntos los primeros almendros, donde jugaba Sergio de niño mientras yo recogía higos bajo el sol abrasador de agosto. Era mi refugio desde que Tomás murió hace tres años, mi última conexión con él y con todo lo que fuimos.

Pero ellos no lo veían así. Para ellos era solo una carga, un obstáculo entre su vida moderna y sus sueños urbanos.

—¿Y si os ayudo yo? —sugerí, casi suplicando—. Puedo encargarme del terreno, mantenerlo limpio…

Lucía me interrumpió con voz suave:

—Isabel, no queremos que te cargues tú sola con eso. Además… —hizo una pausa incómoda—, no significa lo mismo para nosotros.

Me quedé callada. Sentí una punzada de humillación. ¿Tan poco significaba para ellos lo que yo les daba? ¿Tan poco valía mi esfuerzo?

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces, recorrí la casa vacía, toqué la foto de Tomás en la cómoda. Recordé su risa grave, sus manos ásperas llenas de tierra, su manera de mirar a Sergio cuando era pequeño: “Este chico nos va a dar muchas alegrías”, decía siempre.

Pero ahora solo sentía un vacío enorme. Desde que Sergio se casó con Lucía, las cosas habían cambiado. Ella era amable, sí, pero distante. Siempre tan correcta, tan educada… pero nunca me llamó “mamá”. Y Sergio parecía cada vez más lejos, absorbido por su trabajo en la oficina y las prisas de la ciudad.

Al día siguiente fui al terreno sola. Caminé entre los almendros secos y la hierba alta. El aire olía a tierra mojada por la tormenta de la noche anterior. Me senté en el poyete de piedra donde Tomás y yo nos tomábamos el café los domingos por la mañana.

—¿Por qué no pueden verlo? —me pregunté en voz alta—. ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?

Un coche se detuvo en el camino. Era mi vecina Carmen.

—Isabel, hija, ¿qué haces aquí tan temprano?

—Nada… pensando —le respondí sin ganas.

Carmen se sentó a mi lado. Sabía lo del terreno; en los pueblos todo se sabe antes de que pase.

—No te lo tomes así —me dijo—. Los jóvenes son distintos ahora. No entienden lo que cuesta levantar algo con tus propias manos.

—Pero es mi hijo… —susurré—. ¿No debería entenderlo él?

Carmen me apretó la mano.

—A veces hay que dejarles volar, aunque duela.

Volví a casa más triste aún. Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y mensajes fríos en el grupo familiar de WhatsApp: “Mamá, hemos encontrado comprador”, “La notaría es el viernes”, “No te preocupes, te avisamos”.

El viernes llegó demasiado pronto. Entré en la notaría con el corazón encogido. Sergio y Lucía estaban allí, nerviosos pero decididos. Firmaron los papeles sin mirarme apenas. El comprador era un hombre mayor de Cuéllar que quería plantar viñas.

Cuando todo terminó, Sergio se acercó a mí:

—Mamá…

Le aparté la mano sin querer hacerlo realmente.

—Haz lo que tengas que hacer —le dije—. Pero no me pidas que lo entienda hoy.

Salí a la calle y sentí el aire frío en la cara. Caminé sin rumbo por las calles del pueblo, saludando a los vecinos con una sonrisa forzada. Todos sabían lo que había pasado; todos murmuraban a mis espaldas.

Esa noche recibí un mensaje de Sergio: “Mamá, te queremos mucho. Esto no cambia nada”.

No contesté. Me senté en la cocina, sola, mirando el reloj antiguo que heredé de mi madre. Pensé en todo lo que había perdido: primero a Tomás, ahora ese pedazo de tierra… y quizá también a mi hijo.

Pasaron semanas sin verles. El pueblo se llenó de rumores: “Dicen que Isabel está enfadada con su hijo”, “Qué pena, con lo buena mujer que es”. Yo seguía haciendo mi vida: iba al mercado, ayudaba en Cáritas, cuidaba mis geranios… pero por dentro sentía una herida abierta.

Un domingo por la tarde llamaron al timbre. Era Lucía, sola y nerviosa.

—¿Puedo pasar?

Asentí en silencio.

Se sentó frente a mí y durante unos minutos no dijo nada. Finalmente habló:

—Sé que te hemos hecho daño… Yo no quería que fuera así. Pero Sergio y yo estamos agobiados en Madrid. El trabajo es una locura, apenas llegamos a fin de mes… Pensamos que vender el terreno era lo mejor para todos.

La miré a los ojos por primera vez en mucho tiempo. Vi miedo y cansancio; vi también algo de arrepentimiento.

—¿Y si os equivocáis? —pregunté—. ¿Y si algún día os dais cuenta de que hay cosas que no se pueden recuperar?

Lucía bajó la cabeza.

—Quizá tengas razón… Pero ahora mismo solo queremos sobrevivir.

Nos quedamos calladas mucho rato. Al final le ofrecí un café y hablamos de cosas triviales: el tiempo, los vecinos, las obras del ayuntamiento… Pero algo había cambiado entre nosotras: una grieta difícil de cerrar.

Esa noche escribí una carta para Tomás:

“Querido mío,
Hoy he perdido otro trozo de ti y de nosotros. No sé si hice bien regalando ese terreno; quizá debí guardarlo para mí sola, como guardo tu recuerdo cada día…”

Ahora han pasado meses desde aquello. Sergio y Lucía siguen en Madrid; nos vemos poco y hablamos menos aún. El terreno ya no es nuestro y cada vez que paso cerca siento un nudo en la garganta.

A veces me pregunto si hice bien intentando unirnos con un regalo tan cargado de historia… ¿De verdad los padres debemos esperar que nuestros hijos valoren lo mismo que nosotros? ¿O debemos aprender a soltar aunque duela?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Os habéis sentido alguna vez así?