Desde Entonces, Mis Hijos Me Llaman Todos los Días para Ver Cómo Estoy: Pero No Se Siente Genuino. Sospecho Que Es por la Herencia

—¿Mamá? ¿Estás bien? —La voz de Lucía suena lejana, casi automática, como si leyera un guion aprendido de memoria. Miro el teléfono con una mezcla de alivio y tristeza. Al menos llama, pienso, pero algo dentro de mí se retuerce.

Hoy es mi cumpleaños. Setenta y cuatro años. El sol entra por la ventana del salón y pinta de oro las fotos en la repisa: mis tres hijos pequeños, mi marido sonriendo, yo con el pelo recogido y la mirada llena de esperanza. Qué lejos queda todo eso.

—Sí, hija, estoy bien. ¿Tú cómo estás? —respondo, intentando sonar animada.

—Bien, mamá. Oye, ¿has tomado la pastilla de la tensión? —insiste Lucía, y escucho el tecleo de su ordenador al fondo. Sé que está trabajando desde casa, pero no puedo evitar sentirme como una tarea más en su lista.

—Sí, cariño. No te preocupes por mí —digo, y cuelgo antes de que la conversación se vuelva aún más incómoda.

Me levanto despacio y voy a la cocina. El silencio pesa como una losa. Recuerdo cuando mi marido, Antonio, me dejó con tres hijos pequeños. No quería irse, pero el cáncer fue más fuerte que nosotros. Me quedé sola con Lucía, Carmen y Álvaro. Trabajé limpiando casas, cosiendo por las noches, haciendo malabares para que nunca les faltara nada. Ellos eran mi vida.

Ahora, después de tantos años de sacrificios, me encuentro aquí, esperando una llamada que no sé si llegará por amor o por interés.

El teléfono vuelve a sonar. Es Carmen esta vez.

—¡Felicidades, mamá! —dice con voz alegre—. ¿Qué tal el día?

—Bien, hija. Tranquilo —respondo.

—¿Vas a hacer algo especial? —pregunta, pero sé que no vendrá. Vive a veinte minutos en coche y siempre tiene una excusa: los niños, el trabajo, el tráfico.

—No, nada especial —contesto.

—Bueno, ya sabes que estamos liados… Pero te llamo luego con los niños para que te feliciten también —añade rápidamente.

Cuelgo y me siento en la mesa de la cocina. Miro el sobre blanco encima del frutero: el testamento que firmé hace dos meses. Desde entonces, mis hijos me llaman todos los días para ver cómo estoy. Antes apenas hablábamos una vez a la semana.

No puedo evitarlo: sospecho que es por la herencia.

Recuerdo la conversación con el notario. Me preguntó si estaba segura de repartirlo todo a partes iguales. Dudé un instante. Lucía siempre fue la más responsable; Carmen la más cariñosa; Álvaro… bueno, Álvaro siempre fue un misterio para mí.

Esa tarde, después de firmar el testamento, invité a mis hijos a comer en casa. Les preparé cocido madrileño, como cuando eran pequeños. Noté algo raro en el ambiente: miradas furtivas entre ellos, preguntas sobre la casa, sobre mis cuentas…

—Mamá, ¿has pensado en vender el piso? —preguntó Álvaro mientras mojaba pan en el caldo.

—¿Para qué iba a venderlo? Aquí tengo todo lo que necesito —respondí.

Lucía intervino enseguida:

—Bueno, mamá, es solo que… si alguna vez necesitas ayuda para gestionarlo o lo que sea…

Sentí un escalofrío. ¿En qué momento mis hijos empezaron a verme como un trámite?

Desde entonces, las llamadas son diarias. Pero no hay visitas espontáneas ni tardes de café y risas como antes. Solo preguntas sobre mi salud y mi dinero.

El domingo pasado me atreví a preguntarles si querían venir a comer por mi cumpleaños. Silencio al otro lado del grupo de WhatsApp.

—Lo siento, mamá —escribió Carmen—. Los niños tienen partido y luego tenemos comida con los suegros.

Lucía puso un emoji triste y prometió llamarme por videollamada. Álvaro ni siquiera respondió.

Me siento invisible en mi propia familia.

A veces pienso en cambiar el testamento y dejarlo todo a una ONG o a alguien que realmente lo necesite. Pero luego me invade la culpa: ¿cómo voy a hacerle eso a mis hijos? ¿No he vivido toda mi vida para ellos?

Esta mañana he salido al mercado del barrio. La señora Rosario me ha parado en la frutería:

—Margarita, hija, ¡qué sola te veo últimamente! ¿No vienen tus hijos?

He sonreído con amargura:

—Me llaman todos los días para ver cómo estoy…

Rosario ha suspirado:

—Eso no es lo mismo que un abrazo.

Tiene razón. Echo de menos los abrazos de mis hijos, sus risas en el pasillo, las peleas tontas por el mando de la tele… Ahora solo tengo llamadas vacías y promesas incumplidas.

Por las noches me cuesta dormir. Doy vueltas en la cama pensando si he hecho algo mal. ¿Les he dado demasiado? ¿O demasiado poco? ¿Por qué siento que ahora solo les intereso por lo que tengo y no por lo que soy?

El timbre suena de repente y mi corazón da un brinco. Corro al recibidor con la esperanza de ver una cara familiar tras la puerta… pero es el cartero con propaganda del supermercado.

Vuelvo al salón y me siento junto a la ventana. Veo pasar a las familias por la calle: abuelos cogidos de la mano de sus nietos, madres riendo con sus hijas… Me pregunto si alguna vez volveré a sentirme parte de algo así.

Esta soledad pesa más que cualquier enfermedad.

A veces pienso en llamar yo primero y decirles lo que siento: que no quiero ser solo una voz al otro lado del teléfono ni un número en su herencia. Quiero ser su madre otra vez; quiero sentirme querida sin condiciones ni intereses ocultos.

Pero no me atrevo. Temo perder lo poco que me queda de ellos.

¿Es esto lo que nos espera a todos cuando envejecemos? ¿Convertirnos en un trámite para nuestros propios hijos?

Quizá algún día entiendan lo que duele esta soledad disfrazada de preocupación diaria…

¿Y vosotros? ¿Creéis que el cariño puede fingirse tanto tiempo? ¿O acabará saliendo la verdad tarde o temprano?