Deudas entre nosotros: Una historia de amor al borde del abismo

—¿Vas a pagarme lo que me debes o vas a seguir fingiendo que aquí no pasa nada?— La voz de Luis retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la encimera. Yo, Carmen, me quedé paralizada con la taza de café temblando entre mis manos. Nunca pensé que llegaría a escuchar esas palabras de su boca. No después de quince años juntos, no después de todo lo que habíamos compartido.

La crisis nos golpeó fuerte. Luis perdió su trabajo en la constructora cuando la empresa cerró, y yo, con mi sueldo de administrativa en una gestoría de barrio, apenas podía cubrir los gastos básicos. Al principio, nos reíamos juntos de las facturas, hacíamos planes para salir adelante. Pero cuando mi madre enfermó y tuve que pedirle dinero prestado a Luis para pagar la residencia, todo cambió.

—No es por el dinero, Carmen —me decía él cada noche, mientras miraba el techo—. Es por cómo me haces sentir. Como si yo fuera tu banco.

Intentaba explicarle que no tenía a quién más recurrir. Mi hermana Lucía vivía en Valencia y apenas podía con lo suyo; mi padre llevaba años muerto y mi madre dependía de mí. Pero Luis empezó a llevar una libreta donde apuntaba cada euro que me prestaba: la cuota de la residencia, el recibo del gas, incluso el dinero para el supermercado.

—¿De verdad vas a apuntar hasta el pan que compré ayer? —le pregunté una tarde, con rabia contenida.

—No es por el pan, Carmen. Es por respeto. Si no lo apunto, luego dices que no te acuerdas.

La tensión creció como una sombra en casa. Dejamos de cenar juntos; él se encerraba en el despacho y yo me refugiaba en la cocina. Las conversaciones se reducían a monosílabos y cuentas pendientes. Mi madre falleció en marzo y ni siquiera pude llorar tranquila: al volver del tanatorio, Luis me entregó una hoja con la suma total de lo que le debía.

—No quiero que esto se interponga entre nosotros —dijo, pero sus ojos evitaban los míos.

Intenté devolverle el dinero poco a poco, pero cada vez que le daba algo, sentía que perdía un trozo más de dignidad. Mi amiga Marta me decía que lo dejara, que ningún amor sobrevive a la contabilidad doméstica. Pero yo no quería rendirme; recordaba los veranos en Cádiz, las risas en la playa, las noches en vela soñando con un futuro juntos.

Un día, Lucía vino a visitarme y encontró la libreta sobre la mesa.

—¿Esto qué es? —preguntó, hojeando las páginas llenas de cifras.

Me eché a llorar. Le conté todo: las discusiones, el silencio, la sensación de ser una extraña en mi propia casa. Lucía se enfadó tanto que llamó a Luis y le gritó:

—¡Mi hermana no es tu inquilina! ¡Es tu mujer!

Luis no respondió. Se limitó a cerrar la puerta del despacho y no salió hasta la madrugada.

Las semanas pasaron y la distancia entre nosotros se hizo insalvable. Empecé a dormir en el sofá; él salía temprano y volvía tarde. Un día encontré una carta suya sobre la mesa:

«Carmen,
No sé cuándo dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos desconocidos con cuentas pendientes. No sé si es culpa mía o tuya, o simplemente de la vida. Pero ya no puedo más. Me voy unos días a casa de mi hermano. Quizá así podamos pensar con claridad.»

Me quedé sola con mis recuerdos y mis deudas. La casa se sentía más fría que nunca. Marta venía a verme y me traía croquetas caseras; Lucía llamaba cada noche para asegurarse de que comía algo. Pero yo solo podía pensar en Luis y en cómo habíamos llegado hasta aquí.

Una tarde, mientras revisaba papeles para intentar vender el coche y saldar parte de la deuda, encontré una foto nuestra en Granada, abrazados frente a la Alhambra. Me pregunté si alguna vez podríamos volver a ser aquellos dos jóvenes llenos de sueños.

Luis volvió una semana después. Entró sin hacer ruido y se sentó frente a mí en la cocina.

—He estado pensando —dijo—. No quiero perderte por dinero. Pero tampoco puedo seguir así.

Nos miramos largo rato sin decir nada. Al final fui yo quien rompió el silencio:

—¿Y si empezamos de cero? Sin cuentas pendientes. Solo tú y yo.

Luis asintió, pero sus ojos seguían tristes. Sabíamos que nada volvería a ser igual.

Ahora escribo estas líneas mientras él duerme en la habitación de al lado. Seguimos juntos, pero algo se ha roto entre nosotros. El dinero puede comprar muchas cosas, pero no puede reparar un corazón herido.

¿Vosotros qué haríais? ¿Perdonaríais una deuda así o dejaríais que el orgullo os separara para siempre?