Dos años de silencio: la historia de una madre y su hija perdida
—¿Por qué no me llama? —me pregunté en voz baja, mientras removía el azúcar en mi taza de té. Clara, mi vecina, me miró con esa mezcla de compasión y curiosidad que tanto detesto y agradezco a la vez. Tenía la mesa puesta con bizcocho de yogur y unas pastas de té que ella misma había traído. El reloj marcaba las seis y media, y la luz dorada del atardecer se colaba tímida por la ventana del salón.
—¿Has sabido algo de Lucía? —preguntó Clara con delicadeza, como quien pisa cristales rotos.
Sentí un nudo en la garganta. Dos años. Dos años sin una llamada, sin un mensaje, sin una postal siquiera por Navidad. Mi hija, mi única hija, se había esfumado de mi vida como si nunca hubiera existido. Y lo peor era que nadie parecía entender el dolor sordo, constante, que eso deja en una madre.
—Nada —respondí, intentando que mi voz no temblara—. Supongo que está bien. Al menos eso quiero creer.
Clara asintió y cambió de tema, pero yo ya estaba perdida en mis recuerdos. Lucía era una niña risueña, siempre con las rodillas peladas y el pelo revuelto. Recuerdo cuando la llevaba al parque de La Alamedilla y se subía a los columpios sin miedo a nada. Pero todo cambió cuando murió su padre. Ella tenía diecisiete años y yo… yo me convertí en una sombra de mí misma.
La adolescencia de Lucía fue un campo de batalla. Discutíamos por todo: los estudios, las salidas, sus amigos. Yo quería protegerla, pero ella solo veía una madre controladora y asfixiante. Cuando cumplió veinticinco años se marchó a Madrid a buscar trabajo. Al principio hablábamos cada semana, luego cada mes… hasta que un día dejó de contestar.
Recuerdo la última conversación que tuvimos. Fue por teléfono, una tarde lluviosa de noviembre:
—Mamá, no puedo más con tus reproches —me dijo Lucía, la voz crispada—. Siempre estás juzgando mis decisiones. ¿No puedes dejarme vivir mi vida?
—Solo quiero lo mejor para ti —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba el alma—. No quiero perderte.
—Pues así solo consigues alejarme más —fue lo último que escuché antes de que colgara.
Desde entonces, silencio absoluto. Al principio llamaba todos los días, luego cada semana… hasta que dejé de intentarlo. Me pasé noches enteras mirando su foto en la estantería del salón: Lucía con su vestido azul en la graduación del instituto, sonriendo como si el mundo fuera suyo.
Mis amigas me decían que le diera tiempo, que los hijos siempre vuelven. Pero el tiempo pasa y el teléfono sigue mudo. En Navidad le envié una carta a su piso en Madrid; nunca recibí respuesta. El año pasado le mandé un mensaje por WhatsApp: “Te echo de menos. Aquí tienes tu casa siempre.” Ni siquiera lo leyó.
A veces pienso si fui demasiado dura con ella, si mis miedos y mi soledad la empujaron a alejarse. Otras veces me enfado: ¿cómo puede dejarme así, después de todo lo que he hecho por ella? Pero enseguida la culpa me devora otra vez.
Hace unos meses vi a su amiga Marta en el mercado.
—¿Sabes algo de Lucía? —le pregunté casi suplicando.
Marta bajó la mirada.
—Está bien… Trabaja mucho y… bueno, dice que necesita tiempo para sí misma.
Eso fue todo. Ni una palabra más. Me fui a casa con las bolsas llenas y el corazón vacío.
Clara intenta animarme cada tarde con sus historias y sus dulces caseros. A veces hablamos del pasado: de los veranos en la playa de San Juan, de las fiestas del barrio, de las pequeñas alegrías cotidianas. Pero siempre hay un hueco en la conversación donde debería estar Lucía.
El otro día soñé con ella. Venía a casa con una maleta pequeña y una sonrisa cansada. Me abrazaba fuerte y me decía: “Mamá, ya estoy aquí.” Me desperté llorando como una niña.
No sé si algún día volverá a llamarme o si este silencio será para siempre. Lo único que sé es que cada tarde pongo dos tazas en la mesa por si acaso decide volver.
¿De verdad es tan difícil perdonar? ¿O es el orgullo lo que nos separa para siempre? ¿Cuántas madres estarán ahora mismo esperando una llamada que nunca llega?