Dos años de silencio: Mi hija ya no me habla

—¿Por qué no me contestas, Nora? —mi voz resuena en el salón vacío, mientras el móvil vibra una vez más sin respuesta. El reloj marca las diez de la noche y la casa está en silencio, solo interrumpido por el zumbido de la nevera y el eco de mis propios pensamientos. Hace dos años que mi hija decidió que yo no formaba parte de su vida. Dos años desde la última vez que escuché su voz, desde la última discusión que tuvimos en la puerta de su piso en Vallecas.

Recuerdo perfectamente aquel día. Había ido a visitarla sin avisar, como solía hacer cuando nació Serenity. Llevaba una bolsa con ropa y un tupper de cocido madrileño. Al abrir la puerta, Nora me miró con cansancio y algo más: una mezcla de rabia y tristeza. Su marido, Rubén, apenas me saludó.

—Mamá, no puedes venir así, sin avisar —me dijo, cruzando los brazos.

—Solo quería veros… y ayudaros un poco. Mira, he traído comida —intenté sonreírle, pero ella apartó la mirada.

—No necesitamos ayuda. Necesito espacio. Siempre estás juzgando todo lo que hago.

Me dolió. Pero no supe callarme.

—Nora, si no te digo las cosas es porque quiero lo mejor para ti. No puedes criar a una niña sin disciplina. Mira cómo tienes la casa…

Ella explotó. Gritó cosas que nunca pensé escuchar de su boca: que siempre la hice sentir insuficiente, que nunca valoré sus logros, que mi perfeccionismo era una cárcel. Cerró la puerta tras de mí y desde entonces solo he sabido de ella por las fotos que sube a Instagram: Serenity disfrazada de princesa, Rubén sonriendo en el parque del Retiro, cumpleaños a los que nunca me invitan.

Al principio llamaba todos los días. Luego cada semana. Después solo en fechas señaladas: su cumpleaños, Navidad, el Día de la Madre. Nunca contestó. Mi marido, Antonio, intentó mediar al principio, pero se cansó pronto.

—Déjala estar —me decía—. Ya volverá cuando se le pase.

Pero han pasado dos años y Nora sigue sin hablarme. A veces pienso que he perdido a mi hija para siempre.

En el barrio todos saben lo que ha pasado. Mi vecina Carmen me mira con lástima cuando coincidimos en el ascensor.

—¿Has visto a Nora últimamente? —pregunta con voz suave.

—No —respondo seca, tragando saliva—. Está muy ocupada con la niña.

Pero por dentro me muero de ganas de gritarle la verdad: que mi hija me ha borrado de su vida y no sé cómo recuperarla.

Las noches son lo peor. Me tumbo en la cama y repaso cada momento en que fui demasiado dura con ella: cuando suspendió matemáticas en segundo de la ESO y le quité el móvil durante un mes; cuando le prohibí salir con sus amigas porque llegó tarde a casa; cuando le dije que estudiar Bellas Artes era una pérdida de tiempo y que debería elegir algo «de provecho». Siempre pensé que ser exigente era quererla bien. Ahora solo siento culpa.

A veces Antonio intenta animarme:

—No te castigues tanto, Lucía. Todos cometemos errores como padres.

Pero él nunca fue como yo. Siempre fue más blando, más permisivo. Yo era la que ponía las normas, la que revisaba los deberes, la que exigía resultados.

Una tarde de domingo, mientras ordenaba viejas fotos en el salón, encontré una carta que Nora me escribió cuando tenía quince años:

«Mamá, sé que quieres lo mejor para mí pero a veces siento que nunca soy suficiente para ti. Ojalá pudieras verme como soy y no como quieres que sea.»

Leí esas líneas una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista.

He intentado escribirle mensajes pidiéndole perdón, pero nunca los envío. ¿Qué palabras pueden reparar años de exigencias? ¿Cómo se pide perdón por no haber sabido querer bien?

Hace unas semanas vi una foto nueva: Serenity soplando las velas de su segundo cumpleaños. Había globos rosas y una tarta casera. Me quedé mirando la pantalla durante minutos, deseando estar allí, abrazar a mi nieta, decirle a Nora cuánto la echo de menos.

A veces fantaseo con plantarme en su puerta y suplicarle que me deje volver a su vida. Pero el miedo al rechazo me paraliza. ¿Y si nunca me perdona? ¿Y si ya es demasiado tarde?

En el supermercado escucho a otras madres hablar de sus hijos adultos: «Mi hijo viene a comer todos los domingos», «Mi hija me llama cada día». Yo bajo la cabeza y finjo buscar algo en el bolso.

La soledad se ha convertido en mi compañera diaria. Antonio se refugia en sus crucigramas y yo en mis recuerdos. La casa está llena de fotos antiguas pero vacía de risas nuevas.

A veces pienso en todas las madres españolas que han criado a sus hijos con mano dura porque así les enseñaron a ellas. ¿Cuántas estarán ahora solas, preguntándose dónde fallaron?

Esta noche vuelvo a mirar el móvil antes de dormir. Ningún mensaje nuevo. Me abrazo a la almohada y susurro al vacío:

—Nora, hija mía… ¿Algún día podrás perdonarme?

¿De verdad es posible reconstruir un puente después de tantos años de silencio? ¿O hay heridas familiares que nunca llegan a cerrarse?