Dos bodas y un vacío: La historia de Lucía y el espejismo del amor perfecto

—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo mientras yo dejaba las llaves sobre la mesa, con las manos aún temblorosas.

No contesté. No podía. Había pasado la última hora sentada en el coche, mirando la lluvia golpear el parabrisas, preguntándome en qué momento mi vida se había convertido en esta sucesión de decepciones.

Mi madre, Carmen, siempre fue directa. “Las mujeres de nuestra familia no se conforman”, solía decirme mientras me peinaba de niña. Quizá por eso, cuando conocí a Álvaro en la universidad de Salamanca, sentí que por fin alguien veía en mí algo especial. Me miraba como si fuera la única persona en la sala, y yo, hambrienta de atención, me dejé llevar por esa sensación de ser adorada.

Nos casamos jóvenes, con una boda modesta en la iglesia del barrio. Recuerdo a mi abuela Rosario llorando de emoción y a mi padre brindando con orujo casero. Pero pronto la magia se desvaneció. Álvaro era bueno, sí, pero no era el príncipe que yo esperaba. Trabajaba muchas horas, llegaba cansado y apenas hablábamos. Yo quería flores, sorpresas, palabras bonitas; él traía facturas y silencios.

—Lucía, ¿por qué nunca estás contenta? —me preguntó una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía sacar la basura.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que yo esperaba más? Que quería sentirme única, imprescindible, adorada como en las películas que veía de pequeña con mi hermana Marta.

El golpe más duro llegó cuando los médicos nos dijeron que no podríamos tener hijos. Lo intentamos todo: tratamientos, consultas privadas en Madrid, hasta promesas a la Virgen del Rocío. Nada funcionó. Álvaro se fue apagando y yo me sentí aún más vacía. Empecé a culparle por mi infelicidad, aunque sabía que no era justo.

El divorcio fue silencioso y triste. Mi madre me abrazó fuerte y me dijo: “No pasa nada, hija. Eres joven. Encontrarás a alguien que te valore como mereces”.

Años después conocí a Sergio en una reunión de antiguos alumnos. Era distinto: pragmático, serio, con una carrera estable en una empresa tecnológica de Barcelona. No había pasión ni mariposas en el estómago, pero sí una promesa de estabilidad. Me convencí de que eso era suficiente.

Nos casamos en un juzgado, sin apenas invitados. Mi hermana Marta me miró preocupada durante la comida familiar posterior.

—¿Estás segura de esto? —susurró mientras cortaba el jamón.

—Claro —mentí—. Sergio es bueno para mí.

Pero la rutina se instaló pronto: desayunos silenciosos, cenas frente al televisor, vacaciones planificadas al milímetro. Sergio era atento pero distante; cumplía con todo lo que se esperaba de un buen marido según los estándares de mi madre: trabajo fijo, casa propia, ningún escándalo. Pero yo seguía sintiéndome invisible.

Intentamos tener hijos también. Esta vez ni siquiera hubo esperanza: los médicos fueron tajantes desde el principio. Sergio aceptó la noticia con resignación y yo fingí fortaleza ante todos.

—No pasa nada —decía en las comidas familiares—. Hay muchas formas de ser feliz.

Pero por dentro me sentía cada vez más sola. Empecé a obsesionarme con la idea de que merecía más: más amor, más atención, más todo. Veía a mis amigas del instituto colgando fotos con sus hijos y maridos sonrientes en Instagram y sentía una punzada de rabia y envidia.

Una tarde de otoño, mientras paseaba por el Retiro sola, vi a una pareja mayor cogida de la mano. Ella reía y él le susurraba algo al oído. Me detuve y sentí un nudo en la garganta.

—¿Por qué yo no? —me pregunté en voz baja.

Esa noche discutí con Sergio por una tontería —el color de las cortinas del salón— y terminé llorando en el baño. Él llamó a mi madre para pedirle consejo.

—Lucía siempre ha sido muy exigente consigo misma —le escuché decirle—. No sé cómo ayudarla.

Mi madre vino al día siguiente con una tarta de manzana y su mirada severa.

—Hija, tienes que dejar de esperar que los demás llenen tus vacíos —me dijo mientras recogía los platos—. La vida no es un cuento de hadas.

Me enfadé con ella. ¿Cómo podía entenderlo si siempre había tenido lo que quería? Pero esa noche no pude dormir pensando en sus palabras.

Los meses pasaron y empecé a ir a terapia. Descubrí que llevaba toda la vida buscando fuera lo que debía encontrar dentro: autoestima, aceptación, paz. Me costó admitirlo, pero mis dos matrimonios habían sido intentos desesperados por sentirme especial sin saber realmente quién era yo.

Sergio y yo nos separamos de mutuo acuerdo poco después. No hubo gritos ni reproches; solo dos personas cansadas de fingir que todo estaba bien.

Ahora vivo sola en un piso pequeño en Lavapiés. Trabajo como profesora de literatura y he aprendido a disfrutar de mi propia compañía. A veces echo de menos la ilusión del amor romántico, pero ya no me obsesiona ser tratada como una reina.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen esperando que alguien las salve? ¿No sería mejor aprender a salvarnos a nosotras mismas? ¿Qué opináis vosotros?