El apartamento de la abuela: herencia, culpa y un corazón dividido
—¿Dónde están mis llaves, Owen?— preguntó mi abuela, con la voz temblorosa y los ojos llenos de una angustia que me partía el alma. Era la tercera vez en menos de una hora que buscaba esas llaves, las mismas que ahora colgaban de mi mano. La noche caía sobre el barrio de Caballito, en Buenos Aires, y el bullicio de la avenida Rivadavia se colaba por la ventana del pequeño apartamento que ella había habitado durante casi cincuenta años.
—Acá están, abuela —le respondí, tratando de sonreír mientras se las entregaba—. No te preocupes, yo me encargo de cerrar la puerta.
Ella me miró con una mezcla de gratitud y confusión. Me dolía verla así, tan distinta a la mujer fuerte que me crió cuando mi mamá tuvo que irse a trabajar a Chile durante años. Mi abuela, Carmen, era el pilar de nuestra familia: la que cocinaba locro en cada 25 de mayo, la que me enseñó a leer con los cuentos de Horacio Quiroga y la que siempre tenía un mate listo para cualquier visita inesperada.
Pero ahora, a sus casi ochenta años, la memoria le jugaba malas pasadas. A veces no recordaba si había almorzado o si yo era su nieto o su hijo. Los médicos decían que era el inicio del Alzheimer. Mi tía Marta insistía en que lo mejor era internarla en un geriátrico, pero yo no podía soportar esa idea.
Todo cambió el día que Carmen me llamó a su lado y me entregó un sobre amarillo. Dentro estaban las escrituras del apartamento.
—Este lugar es tuyo ahora, Owen. Pero prométeme algo: no me abandones —me dijo, con una claridad inusual en su mirada.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía decirle que sí sin saber si sería capaz de cumplir esa promesa? Mi trabajo como diseñador gráfico freelance apenas me alcanzaba para sobrevivir. Mi novia, Lucía, vivía en Rosario y soñábamos con mudarnos juntos algún día. Pero ahora tenía una responsabilidad mucho más grande: cuidar a Carmen y proteger ese apartamento lleno de recuerdos.
Las primeras semanas fueron un caos. Entre llevarla al médico, recordarle sus medicamentos y limpiar el departamento —que parecía encogerse cada día más bajo el peso del tiempo—, apenas tenía tiempo para mí. Lucía empezó a impacientarse:
—Owen, no podés vivir para tu abuela toda la vida. ¿Y nosotros? ¿Cuándo vamos a empezar nuestra historia?
No tenía respuestas. Cada vez que intentaba explicarle lo que sentía, terminábamos discutiendo. Ella no entendía lo que era crecer en una familia donde los abuelos son sagrados, donde la palabra «abandono» es una traición imperdonable.
Una tarde, mientras le preparaba un té a Carmen, escuché a mi tía Marta hablando por teléfono en el balcón:
—No es justo que Owen se quede con el departamento solo porque cuida a mamá. Todos tenemos derecho a esa herencia…
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Era cierto? ¿Me estaba aprovechando de la situación? ¿O simplemente estaba haciendo lo correcto?
Los días se volvieron más difíciles. Carmen empezó a tener episodios de paranoia: escondía dinero en los cajones, acusaba a los vecinos de robarle cosas inexistentes. Una noche se escapó del departamento y la encontramos llorando en la esquina, desorientada.
—No quiero ser una carga —me dijo entre sollozos—. Mejor llévame al hospital.
Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos:
—Vos nunca vas a ser una carga para mí, abuela. Todo lo que soy te lo debo a vos.
Pero por dentro sentía que me estaba ahogando. Mis amigos dejaron de invitarme a salir porque siempre tenía una excusa para quedarme en casa. Lucía terminó nuestra relación por WhatsApp: «No puedo competir con tu pasado, Owen».
El apartamento empezó a sentirse como una jaula. Cada rincón tenía un recuerdo: las fotos amarillentas en la pared, el aroma persistente del guiso de lentejas, los libros polvorientos apilados junto al sillón donde Carmen tejía bufandas para todos los nietos.
Una tarde lluviosa, Marta llegó sin avisar y me enfrentó:
—Esto no puede seguir así. Mamá necesita cuidados profesionales y vos necesitás vivir tu vida. No te das cuenta de que te estás destruyendo.
—¿Y qué querés que haga? ¿Que la encierre en un geriátrico como si fuera un mueble viejo? —le grité, con lágrimas en los ojos.
Marta bajó la mirada y suspiró:
—No sos el único que sufre, Owen. Pero esto no es vida para nadie.
Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la cama de Carmen y la miré dormir como cuando era chico y tenía miedo de las tormentas. Pensé en todo lo que había sacrificado: mi juventud, mi relación con Lucía, mis sueños de independencia. Pero también pensé en todo lo que había recibido: amor incondicional, historias familiares, valores que ya nadie respeta.
Al día siguiente llamé a Marta y le propuse algo:
—Podemos turnarnos para cuidar a la abuela. Yo no puedo solo… pero tampoco quiero perderla.
Fue difícil al principio. Hubo peleas por dinero, por horarios, por viejas heridas nunca cerradas. Pero poco a poco aprendimos a ser un equipo. Carmen tuvo días buenos y días malos; algunos días me reconocía y otros me llamaba por el nombre de mi abuelo fallecido.
Un domingo cualquiera, mientras tomábamos mate en el balcón, Carmen me miró fijamente y dijo:
—Gracias por quedarte conmigo, Owen. Sos mi mayor orgullo.
Sentí que todo valía la pena.
Hoy el apartamento sigue siendo nuestro refugio. Marta y yo nos turnamos para cuidarla; mis primos vienen más seguido; Lucía rehizo su vida pero seguimos siendo amigos. Aprendí que cuidar a alguien no es perderse uno mismo, sino encontrar nuevas formas de amar.
A veces me pregunto: ¿Cuántos jóvenes en Latinoamérica viven atrapados entre el deber familiar y sus propios sueños? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con quienes nos criaron? ¿Y qué significa realmente heredar algo más que paredes y muebles?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?