El aroma del pan recién hecho y el peso de las palabras no dichas

—¿Otra vez pan del supermercado, Ivana? —La voz de Darío retumbó en la cocina, cortando el silencio como un cuchillo. Yo sostenía la bolsa de papel con el pan aún caliente, el aroma llenando el aire, pero en sus ojos solo vi decepción.

No contesté de inmediato. Sentí cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho. Había salido del trabajo una hora más tarde, el tráfico en la M-30 era un infierno y aún así me había desviado para comprar el pan en la panadería de la esquina. No era el pan que yo solía amasar los domingos, ese que tanto le gustaba a Darío, pero era lo mejor que podía hacer esa noche.

—No me ha dado tiempo —susurré, casi sin voz.

Él bufó y se sentó a la mesa, hojeando el periódico como si yo no existiera. Mi hija Lucía, con sus once años y su mirada curiosa, me observaba desde el pasillo. Sentí su compasión y su miedo. Sabía que ella también notaba la tensión, ese hilo invisible que nos ataba a todos en casa.

Mientras preparaba la cena, mi mente viajaba atrás en el tiempo. Recordé cuando Darío y yo nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él era divertido, apasionado, siempre con una broma lista. Yo era tímida, insegura, pero él me hacía sentir especial. Nos casamos jóvenes, convencidos de que el amor lo podía todo.

Pero los años pasaron. Llegaron las facturas, los turnos dobles en la farmacia donde trabajo, las noches sin dormir cuando Lucía era bebé. Y poco a poco, sin darme cuenta, empecé a ceder. Dejé de salir con mis amigas porque a Darío no le gustaba quedarse solo con la niña. Cambié mi forma de vestir porque él prefería que fuera «más discreta». Incluso renuncié a mi sueño de estudiar psicología porque necesitábamos el dinero.

—¿Por qué no haces tú el pan mañana? —pregunté de repente, sin mirarle.

Darío levantó la vista del periódico. Su ceja derecha se arqueó con ese gesto que tanto detestaba.

—¿Perdón?

—Nada, olvídalo —dije rápido, arrepintiéndome al instante.

La cena transcurrió en silencio. Lucía jugaba con los guisantes en su plato. Yo apenas probé bocado. Cuando terminé de recoger la mesa, fui al baño y cerré la puerta tras de mí. Me miré al espejo: ojeras profundas, arrugas nuevas en la frente. ¿En qué momento me había perdido a mí misma?

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los ronquidos de Darío y sentía una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que me dolía el pecho. Pensé en mi madre, en cómo siempre decía: «Ivana, una mujer debe ser fuerte, pero nunca invisible». ¿Era eso lo que me había pasado? ¿Me había vuelto invisible para todos menos para mí?

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, Lucía se acercó despacio.

—Mamá… ¿estás triste?

Me agaché para mirarla a los ojos.

—No cariño… solo estoy cansada.

Pero ella no se dejó engañar.

—Ayer escuché cómo papá te hablaba. No me gusta cuando te habla así.

Sentí un nudo en la garganta. La abracé fuerte y le prometí que todo iría bien, aunque ni yo misma lo creía.

Esa tarde, después del trabajo, decidí hacer algo diferente. Compré harina y levadura y volví a casa dispuesta a amasar pan como antes. Pero esta vez no era para complacer a Darío; era para mí. Quería recordar cómo era sentirme orgullosa de algo hecho con mis propias manos.

Mientras amasaba, Lucía se sentó a mi lado y empezó a ayudarme. Reíamos juntas mientras la harina volaba por toda la cocina. Por un momento sentí una felicidad sencilla y pura.

Cuando Darío llegó a casa y vio el pan recién horneado sobre la mesa, sonrió satisfecho.

—Así sí —dijo—. Esto es lo que me gusta ver cuando llego a casa.

Pero esta vez no sentí orgullo ni alivio. Sentí vacío. Porque entendí que no importaba cuánto hiciera; nunca sería suficiente si yo misma no estaba bien.

Esa noche esperé a que Lucía se durmiera y enfrenté a Darío en el salón.

—Tenemos que hablar —le dije con voz firme.

Él me miró sorprendido.

—¿Ahora qué pasa?

—Estoy cansada de intentar ser perfecta para ti —dije—. Estoy cansada de sentirme pequeña en mi propia casa.

Darío se quedó callado unos segundos antes de responder:

—¿De qué hablas? Yo solo quiero lo mejor para nosotros.

—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto? —pregunté con lágrimas en los ojos—. ¿Alguna vez te has preguntado qué quiero yo?

El silencio fue ensordecedor. Por primera vez vi duda en su mirada.

—Ivana…

—No quiero seguir así —le interrumpí—. No quiero que Lucía crezca pensando que esto es normal.

No dormimos esa noche. Hablamos durante horas: sobre nuestros miedos, nuestras frustraciones, todo lo que nunca nos habíamos atrevido a decirnos. Lloramos los dos. No resolvimos todo, pero por primera vez sentí que me escuchaba de verdad.

Hoy han pasado tres meses desde aquella noche. Las cosas no son perfectas; discutimos todavía, pero ahora también reímos más. He vuelto a salir con mis amigas los viernes y he empezado un curso online de psicología por las noches. Darío está aprendiendo a cocinar y Lucía dice que le gusta más su tortilla que mi pan (aunque sé que lo dice para picarme).

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre el aroma del pan recién hecho y la amargura de las palabras no dichas? ¿Cuándo dejamos de ser nosotras mismas para convertirnos solo en lo que esperan los demás?

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que te pierdes intentando complacer a quienes amas?