El Cumpleaños de la Suegra: Cuando la Paciencia se Rompe

—¿Otra vez en nuestra casa, Lucía? —pregunté a mi marido, Diego, mientras recogía los platos del desayuno con el ceño fruncido.

Él ni siquiera levantó la vista del móvil. —Es que a mi madre le hace ilusión. Ya sabes cómo es…

No respondí. Me limité a apretar los labios y a mirar el calendario pegado en la nevera: 17 de marzo, cumpleaños de Carmen, mi suegra. Desde que me casé con Diego hace ocho años, cada celebración —Navidad, Reyes, cumpleaños, aniversarios— se había convertido en una especie de examen para mí. Y siempre en nuestra casa. Siempre yo cocinando, decorando, limpiando. Nadie preguntaba si me apetecía o si necesitaba ayuda. Era como si mi papel estuviera escrito desde antes de que yo llegara a esta familia.

Esa mañana, mientras barría el salón, sentí una punzada en el pecho. No era solo cansancio físico; era rabia, frustración y una tristeza sorda que me acompañaba desde hacía tiempo. ¿Por qué nadie veía mi esfuerzo? ¿Por qué nadie preguntaba cómo estaba?

A las cinco de la tarde empezaron a llegar los invitados. Primero vino Laura, la hermana de Diego, con sus dos hijos corriendo por el pasillo y dejando migas de galleta por todas partes. Después llegó Antonio, el hermano mayor, con su mujer y una tarta comprada en el supermercado. Nadie traía nada más. Nadie ofrecía ayuda.

Carmen llegó última, envuelta en su abrigo de paño y con ese aire de reina destronada que siempre llevaba consigo. Me dio dos besos y un «¡Ay, Lucía! Qué bien huele todo, hija» que sonó más a obligación que a agradecimiento.

La tarde avanzó entre risas ajenas y conversaciones sobre fútbol y política que apenas me interesaban. Yo iba y venía de la cocina al salón como un fantasma invisible. Servía las croquetas caseras, reponía las bebidas, recogía los platos sucios. Nadie se levantó para ayudarme ni una sola vez.

En un momento dado, escuché a Carmen decirle a Laura:

—Lucía tiene mano para esto. Menos mal que Diego encontró una mujer apañada.

Sentí cómo se me encendían las mejillas. ¿Eso era todo lo que era para ellos? ¿Una mujer apañada?

Cuando llegó el momento de soplar las velas, todos se reunieron alrededor de la tarta. Yo me quedé en la cocina fregando una montaña de platos grasientos. De repente, sentí que algo dentro de mí se rompía. Dejé caer el estropajo y salí al salón con las manos mojadas.

—¿Sabéis qué? Estoy cansada —dije en voz alta. Todos se giraron sorprendidos—. Estoy cansada de ser siempre la anfitriona, de cocinar para todos, de limpiar después… Y lo peor es que nadie parece darse cuenta ni agradecerlo.

El silencio fue absoluto. Diego me miró con los ojos muy abiertos; Carmen frunció el ceño; Laura bajó la mirada.

—Lucía… —empezó Diego—, no hace falta ponerse así…

—¿No hace falta? —le interrumpí—. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me preguntó si necesitaba ayuda? ¿O si quería celebrar aquí?

Carmen intentó suavizar el ambiente:

—Hija, si no te apetece, podías haberlo dicho…

—¿Y cuándo he tenido opción? —repliqué—. Siempre se da por hecho que yo me encargo de todo porque soy «apañada». Pero también me canso. También tengo derecho a disfrutar.

Antonio carraspeó incómodo y Laura murmuró un tímido «lo siento».

Me temblaban las manos y sentí ganas de llorar, pero me mantuve firme. Por primera vez en años, sentí que mi voz tenía peso.

Diego se acercó y me puso una mano en el hombro:

—Tienes razón, Lucía. Lo siento mucho. No nos hemos dado cuenta…

Carmen asintió con gesto serio:

—A veces damos las cosas por hechas y no pensamos en lo que hay detrás.

El resto de la tarde fue distinta. Laura se ofreció a recoger la mesa; Antonio fregó los platos; incluso Carmen ayudó a barrer las migas del suelo. Por primera vez, sentí que no estaba sola.

Cuando todos se marcharon y la casa quedó en silencio, me senté en el sofá y respiré hondo. Diego se sentó a mi lado y me abrazó.

—Gracias por decirlo —me susurró—. Prometo que esto no volverá a pasar.

Miré alrededor: la casa seguía siendo la misma, pero yo ya no era la misma Lucía sumisa de antes.

¿Hasta cuándo vamos a dejar que los demás decidan por nosotros? ¿Cuántas veces callamos por miedo a romper la armonía familiar? Quizá ha llegado el momento de empezar a pensar también en nosotras mismas.