El cumpleaños de Luis: Cuando la paciencia se agota
—¿Otra vez, Carmen? ¿De verdad vas a poner esa cara justo hoy? —me espetó mi suegra, Rosario, mientras dejaba su abrigo sobre la silla del salón, como si fuera su casa.
Era sábado por la mañana y yo llevaba desde el jueves cocinando. Mi marido, Luis, cumplía cuarenta y siete años y, como cada año desde que nos casamos, su familia había decidido que nuestra casa era el lugar perfecto para celebrar. Sin preguntar. Sin avisar. Sin traer ni una triste botella de vino.
Miré a Rosario y sentí cómo me ardían las mejillas. Mi cuñada, Marta, ya estaba en la cocina abriendo la nevera sin permiso. Los niños corrían por el pasillo, gritando y tirando los cojines del sofá al suelo. Luis, como siempre, se limitaba a encogerse de hombros.
—Es su familia, Carmen —me decía cada año—. No seas exagerada.
Pero este año era diferente. Este año estaba harta. Harta de ser la criada invisible. Harta de que nadie preguntara si necesitaba ayuda o si me apetecía tener la casa llena de gente durante tres días. Harta de que mi cumpleaños pasara desapercibido mientras el de Luis era una fiesta nacional.
Me encerré en el baño y respiré hondo. Miré mi reflejo en el espejo y me pregunté cuándo había dejado de ser yo para convertirme en la anfitriona perpetua. Recordé a mi madre, que siempre decía: “Carmen, hija, no te dejes pisar”.
Salí del baño decidida. Fui directa al salón y levanté la voz:
—Este año no voy a cocinar para todos. He pedido comida para llevar. Y mañana quiero la casa vacía antes de las doce.
Un silencio incómodo llenó la habitación. Rosario me miró como si hubiera blasfemado. Marta dejó de rebuscar en la nevera y mi suegro, Antonio, bajó el periódico.
—¿Pero qué dices? —preguntó Luis, sorprendido—. ¿No vas a hacer tu tortilla de patatas? ¿Ni las croquetas?
—No —respondí firme—. Este año quiero disfrutar también del cumpleaños de mi marido. No quiero pasarme dos días fregando ollas.
Rosario bufó y murmuró algo sobre “la juventud de hoy en día”. Marta puso los ojos en blanco y se fue al jardín a fumar. Los niños seguían gritando, ajenos al drama.
Luis me miró con una mezcla de desconcierto y miedo. Sabía que estaba cruzando una línea invisible en nuestra familia. Pero no me importaba.
La comida llegó a las dos: paella para veinte, empanadas gallegas y una tarta de chocolate enorme. Nadie dijo nada mientras comían. Yo me senté en la mesa por primera vez en años, sin levantarme cada cinco minutos para servir o recoger platos.
Por la tarde, Rosario intentó reconciliarse conmigo:
—Carmen, hija, ya sabes cómo somos… Nos gusta estar juntos.
—Y a mí me gusta tener mi espacio —le respondí—. No puedo seguir así cada año.
Luis intentó mediar:
—Mamá, Carmen tiene razón. Esto no puede ser siempre igual.
Rosario se ofendió y empezó a llorar. Antonio murmuró que “en sus tiempos las mujeres no se quejaban tanto”. Marta se fue dando un portazo y los niños rompieron una lámpara jugando al fútbol en el pasillo.
Esa noche, cuando por fin se fueron todos a dormir, me senté en el sofá con Luis.
—¿Estás enfadada conmigo? —me preguntó en voz baja.
—No —le dije—. Pero necesito que entiendas cómo me siento. No quiero ser la criada de tu familia.
Luis suspiró y me abrazó. Por primera vez en años sentí que me escuchaba de verdad.
A la mañana siguiente, cumplí mi promesa: a las doce en punto todos estaban fuera de casa. La casa estaba patas arriba, pero por primera vez sentí que había recuperado un poco de control sobre mi vida.
Me senté en la cocina con un café y pensé en todo lo que había pasado. ¿Cuántas mujeres españolas viven situaciones parecidas? ¿Cuántas veces callamos por miedo al conflicto? ¿No merecemos también disfrutar y poner límites?
¿Y vosotros? ¿Hasta dónde estaríais dispuestos a llegar para defender vuestro espacio y vuestra dignidad?