El Despertar de Lucía: Volver a Vivir Después de Veintiocho Años de Matrimonio

—¿Y ahora qué, Lucía? —me pregunté en voz baja, sentada en la cocina vacía, mientras la cafetera borboteaba en el silencio de la mañana. El eco de la puerta cerrándose tras mi hijo menor, Pablo, aún resonaba en la casa. Había pasado veintiocho años cuidando de mis hijos, de Andrés, de la casa… ¿y ahora? El reloj marcaba las nueve y media y yo no tenía nada que hacer más allá de limpiar una encimera ya reluciente.

Andrés entró en la cocina, ajustándose la corbata. Me miró con esa mezcla de cariño y costumbre que solo da el tiempo.

—¿Estás bien, Lucía? —preguntó, sin dejar de mirar el móvil.

—Sí, claro —mentí, forzando una sonrisa.

Él se acercó y me besó la frente. —Nos vemos esta noche. No te olvides que viene mi madre a cenar.

Asentí, tragando el nudo en la garganta. Cuando la puerta se cerró tras él, sentí que el aire se volvía más denso. Caminé por el pasillo, pasando por las habitaciones vacías de mis hijos: los pósters de fútbol de Pablo, los libros de Clara apilados en la estantería. Todo estaba en pausa, menos mi cabeza.

Me detuve frente al trastero. Hacía años que no entraba allí. Abrí la puerta y el olor a polvo me golpeó. En una esquina, tapados por cajas de juguetes viejos, estaban mis lienzos y mis óleos. Los toqué con manos temblorosas. Recordé cómo pintaba antes de casarme, antes de ser madre. Recordé cómo soñaba con exponer en alguna galería del centro de Madrid.

Esa tarde, mientras preparaba la cena para mi suegra —otra vez merluza al horno porque a ella no le gusta nada más—, sentí una punzada de rabia. ¿En qué momento dejé de ser Lucía para convertirme solo en «la madre de» o «la mujer de»? Cuando Andrés llegó con su madre, yo ya estaba agotada. Durante la cena apenas hablé. Mi suegra me miró con desaprobación.

—Estás muy callada últimamente, Lucía. ¿Te pasa algo?

Andrés intervino rápido:

—Está cansada, mamá. Ahora que los chicos se han ido, le cuesta adaptarse.

No dije nada. ¿Adaptarme? ¿A qué? ¿A desaparecer?

Esa noche no pude dormir. Me levanté y bajé al trastero. Saqué un lienzo y lo coloqué sobre la mesa del salón. El olor del óleo me hizo llorar. Pinté hasta que salió el sol. Cuando Andrés bajó a desayunar y vio el cuadro a medio hacer, frunció el ceño.

—¿Has estado pintando toda la noche?

—Sí —respondí sin mirar atrás.

Él suspiró.

—¿No crees que deberías descansar? Tienes muchas cosas que hacer durante el día.

—¿Qué cosas? —le pregunté, mirándole a los ojos por primera vez en mucho tiempo.

No supo qué decir.

Durante semanas repetí el ritual: pintaba por las noches y durante el día fingía normalidad. Pero algo dentro de mí había cambiado. Empecé a salir más, a visitar exposiciones en el barrio de Lavapiés, a tomar café con Marta —mi amiga del instituto que nunca dejó de pintar—. Un día me invitó a un taller de pintura.

—Lucía, tienes talento —me dijo Marta mientras observaba mi cuadro.

Sentí una mezcla de vértigo y alegría. Volví a casa con una sonrisa que ni Andrés pudo ignorar.

—Te veo diferente —me dijo una noche mientras cenábamos solos.

—He vuelto a pintar —le confesé.

Él asintió en silencio. Durante días evitó el tema. Hasta que una tarde llegó antes del trabajo y me encontró pintando en el salón.

—¿Por qué no me lo contaste antes? —preguntó suavemente.

Me encogí de hombros.

—Pensé que no te importaría…

Se sentó a mi lado y miró el cuadro: un retrato de Clara cuando era niña.

—Me importa si te hace feliz —dijo al fin.

Poco a poco, Andrés empezó a interesarse por mis cuadros. Me acompañó a una pequeña exposición donde colgué dos obras. Me sentí viva por primera vez en años. Pero no todo fue fácil: mi suegra seguía criticando mi “falta de dedicación” al hogar; Pablo y Clara apenas llamaban; algunas amigas me miraban con lástima o envidia.

Una tarde discutí con Andrés porque olvidé hacer la compra; él levantó la voz y yo también. Por primera vez en años no me callé:

—¡No soy tu criada! ¡Ni tu sombra! ¡Soy Lucía!

Él se quedó mudo. Luego lloramos juntos en el sofá.

Con el tiempo aprendimos a hablarnos desde otro lugar: desde dos adultos que se redescubren después de casi treinta años juntos. No fue fácil; hubo días en los que pensé en rendirme, en volver a ser solo lo que los demás esperaban de mí. Pero cada vez que pintaba un nuevo cuadro sentía que recuperaba un pedazo perdido de mí misma.

Hoy tengo una pequeña sala donde expongo mis obras; Andrés viene siempre al primer día de cada muestra. Mis hijos empiezan a entenderme mejor; incluso mi suegra ha dejado de criticar tanto (o quizá yo he aprendido a no escucharla).

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han dejado sus sueños aparcados por amor o costumbre? ¿Cuántas se atreven a recuperarlos cuando ya parece tarde? ¿Y tú… te atreverías?