El día que eché a mi hijo y a su esposa de casa: el precio de la culpa
—Mamá, ¿de verdad nos estás echando? —La voz de Sergio temblaba, entre la incredulidad y el reproche. Marta, sentada en el sofá con los brazos cruzados, ni siquiera me miraba.
No contesté enseguida. Sentía el corazón en la garganta y las manos frías. Había rehecho este diálogo mil veces en mi cabeza, pero ahora que estaba ocurriendo de verdad, todo me parecía irreal.
—No os estoy echando —mentí, o quizá intenté convencerme a mí misma—. Solo os pido que busquéis otra solución. Esto no puede seguir así.
Sergio bajó la cabeza. Marta soltó un bufido, como si yo fuera una vieja loca. El reloj de la pared marcaba las once y media de la noche. Afuera, Madrid seguía rugiendo, pero dentro de mi piso solo se oía el zumbido del frigorífico y mi respiración entrecortada.
Nunca fui una madre perfecta. Lo sé. Cuando Sergio era pequeño, trabajaba en dos sitios para poder pagar el alquiler y la comida. Su padre nos dejó cuando él tenía seis años, y desde entonces todo fue cuesta arriba. Me perdí muchas funciones del colegio, muchas tardes en el parque. Pero siempre intenté compensarlo: con abrazos, con meriendas, con cuentos antes de dormir aunque estuviera agotada.
Quizá por eso, cuando Sergio y Marta vinieron hace un año diciendo que solo sería «por unas semanas», no supe decir que no. Habían perdido el piso por no poder pagar el alquiler; los dos estaban en paro. Yo tenía mi pensión y un pequeño ahorro, así que les abrí la puerta sin pensarlo.
Al principio todo fue cordial. Marta ayudaba a poner la mesa, Sergio bajaba la basura. Pero pronto las cosas cambiaron. Marta empezó a dejar sus cosas por todas partes; Sergio pasaba horas encerrado en su cuarto jugando a la consola. Yo cocinaba, limpiaba, pagaba las facturas. Cuando les pedía ayuda, Marta decía que estaba buscando trabajo por internet y Sergio se enfadaba: «¡Déjame en paz, mamá!».
Una noche, después de una discusión porque no habían comprado ni una barra de pan en semanas, me encerré en el baño y lloré como hacía años que no lloraba. Me sentía invisible en mi propia casa. Pero sobre todo me sentía culpable: ¿no era esto lo que hacen las madres? ¿No debía ayudarles hasta que salieran adelante?
El tiempo pasaba y nada cambiaba. Mis amigas me decían que tenía que poner límites, pero yo no podía soportar la idea de ser una mala madre. Recordaba todas las veces que Sergio me había mirado con reproche cuando era niño: «Si papá estuviera aquí…». Aquella frase me perseguía como un fantasma.
Un día encontré a Marta hablando por teléfono en el salón:
—Sí, tía, aquí estamos genial. Mi suegra lo hace todo… ¡Es como vivir en un hotel! —se reía.
Me temblaron las piernas. No dije nada, pero esa noche apenas dormí.
La gota que colmó el vaso llegó una tarde de domingo. Había preparado cocido para todos y les llamé a comer. Nadie apareció. Cuando fui a buscarles, estaban viendo una serie con los cascos puestos.
—¿No vais a venir a comer? —pregunté.
—Luego calentamos —dijo Sergio sin mirarme.
Me senté sola a la mesa y sentí una rabia sorda creciendo dentro de mí. ¿En qué momento había dejado de ser la dueña de mi vida?
Esa noche llamé a mi hermana Carmen.
—Tienes que pensar en ti —me dijo—. No eres egoísta por querer vivir tranquila.
No dormí nada esa noche. Al amanecer tomé una decisión.
Por la tarde les reuní en el salón.
—Tenéis que buscar otro sitio donde vivir —dije con voz firme, aunque por dentro me temblaba todo.
Sergio se puso rojo de ira:
—¡Eres increíble! ¡Después de todo lo que has hecho por mí ahora me echas!
Marta murmuró algo sobre «madres egoístas».
—No os echo —repetí—. Pero necesito recuperar mi casa y mi vida.
Durante días no me dirigieron la palabra. El ambiente era irrespirable. Finalmente, una semana después, hicieron las maletas y se marcharon sin despedirse.
El silencio que quedó fue ensordecedor al principio. Lloré mucho esos días; me sentía la peor madre del mundo. Pero poco a poco empecé a notar algo nuevo: alivio. Por primera vez en años podía leer tranquila en el salón, escuchar mi música favorita sin auriculares, invitar a mis amigas a merendar sin sentirme incómoda.
A veces Sergio me manda mensajes fríos: «Estamos bien». No sé si algún día me perdonará o si yo podré perdonarme del todo por haberle puesto límites tan tarde.
Pero ahora sé que vivir con culpa es dejar que otros decidan por ti. Y yo ya no quiero vivir así.
¿Hasta cuándo debemos cargar con culpas antiguas? ¿Cuándo es legítimo pensar en uno mismo sin sentirnos egoístas?