El día que llevé a mi madre a la residencia: su mirada aún me persigue

—¿De verdad vas a dejarme aquí, Lucía? —La voz de mi madre, rota y temblorosa, aún resuena en mi cabeza como un eco imposible de silenciar. Aquella mañana de noviembre, el cielo de Madrid estaba tan gris como mi ánimo. El taxi olía a colonia barata y a resignación. Mi madre, Carmen, apretaba su bolso con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Yo miraba por la ventanilla, incapaz de sostenerle la mirada.

No era la primera vez que discutíamos. Nuestra relación siempre fue un campo de batalla: ella, una mujer dura, criada en la posguerra, acostumbrada a callar y aguantar; yo, hija única, rebelde, con ansias de libertad y una necesidad constante de ser comprendida. Pero ese día no había gritos, solo un silencio espeso y una tristeza que se podía cortar con cuchillo.

—Mamá, no puedo más —le susurré, casi sin voz—. No puedo dejar el trabajo otra vez, no puedo seguir pidiendo favores a los vecinos para que te miren cuando yo no estoy…

Ella giró la cabeza hacia mí. Sus ojos, grandes y oscuros, estaban llenos de reproche y miedo. —¿Y crees que aquí voy a estar mejor? ¿Entre desconocidos? ¿Sin ti?

Me sentí la peor persona del mundo. Pero también estaba agotada. Desde que papá murió hacía tres años, todo el peso había caído sobre mí. Mis primos ni se asomaban; los amigos de mamá se habían ido apagando uno a uno. Yo era su única familia y también su carcelera.

Recuerdo cuando era pequeña y ella me llevaba al Retiro los domingos. Me compraba un helado y me contaba historias de cuando era niña en Toledo. Pero con los años, todo se volvió exigencia: que si los estudios, que si el trabajo fijo, que si cuándo te casas, Lucía… Y yo solo quería respirar.

El taxi paró frente a la residencia. Un edificio moderno, con jardines cuidados y olor a lejía en la entrada. Nos recibió una enfermera joven, Sonia, con una sonrisa profesional.

—Buenos días, Carmen. Bienvenida —dijo mientras nos guiaba por un pasillo largo lleno de cuadros de paisajes castellanos.

Mi madre no respondió. Caminaba despacio, arrastrando los pies. Yo sentía que cada paso era una traición.

En la habitación nos esperaba una cama perfectamente hecha y una ventana desde la que se veía un parque infantil. Sonia nos dejó solas unos minutos.

—No quiero quedarme aquí —dijo mi madre en voz baja—. No soy una cosa vieja para guardar en un armario.

Me senté a su lado y le cogí la mano. —Mamá, necesito vivir también mi vida. No puedo hacerlo todo sola…

Ella apartó la mano bruscamente. —Eso es lo que quieres creer para no sentirte culpable.

No supe qué contestar. Me levanté y empecé a colocar su ropa en el armario: sus batas de flores, el chaleco de lana que le tejió la tía Pilar, las fotos antiguas enmarcadas. Cada objeto era un recordatorio de lo mucho que le debía y de lo poco que podía darle ahora.

El primer día fue un desfile de caras nuevas: auxiliares amables, otros residentes con miradas perdidas o resignadas. Cuando me fui a despedir, mi madre me miró con una mezcla de súplica y resentimiento.

—No tardes en volver —me dijo—. No quiero morirme aquí sola.

Salí corriendo al pasillo y lloré como una niña pequeña. Afuera llovía y la ciudad seguía su ritmo indiferente.

Las semanas siguientes fueron un infierno de dudas y remordimientos. Iba a verla cada dos días; algunas veces me recibía con silencio hostil, otras con reproches velados:

—Hoy nadie ha venido a verme —me decía—. Aquí todos esperan la visita de alguien… pero casi nunca viene nadie.

Intentaba animarla llevándole dulces o revistas del corazón, pero nada parecía suficiente. Mis amigas me decían que había hecho lo correcto:

—Lucía, no puedes sacrificar tu vida entera —me repetía Marta—. Hay profesionales para esto.

Pero yo no dormía bien. Soñaba con su mirada aquel primer día, con sus manos temblorosas aferradas al bolso.

Un sábado por la tarde encontré a mi madre sentada junto a la ventana, mirando cómo jugaban los niños en el parque.

—¿Te acuerdas cuando íbamos al Retiro? —le pregunté intentando romper el hielo.

Ella asintió sin mirarme.—Entonces eras feliz conmigo —susurró—. Ahora solo quieres librarte de mí.

Me dolió más que cualquier grito o reproche. Le expliqué mil veces que no era así, que solo quería lo mejor para las dos… pero ni yo misma estaba segura ya de mis motivos.

Un día Sonia me llamó al trabajo:

—Lucía, tu madre ha tenido una caída leve. Está bien, pero está muy triste últimamente… Quizá podrías venir más a menudo.

Sentí que el mundo se me venía encima. Pedí permiso para salir antes y corrí a la residencia. Encontré a mi madre dormida en su cama; tenía el rostro sereno por primera vez en semanas. Me senté a su lado y le acaricié el pelo como cuando era niña.

—Perdóname, mamá —le susurré—. No sé si hago lo correcto…

Esa noche volví a casa y me miré al espejo largo rato. Vi mis ojeras profundas, mis labios apretados por la culpa y el miedo al futuro.

Ahora han pasado seis meses desde aquel día fatídico. Mi madre se ha ido adaptando poco a poco; tiene amigas nuevas y hasta participa en talleres de memoria. Pero cada vez que cierro los ojos veo su mirada aquel primer día: mezcla de abandono y amor herido.

¿Hice lo correcto? ¿O simplemente busqué mi propia paz? ¿Cuántos hijos más viven con este peso en España hoy? ¿Alguien puede decirme cómo se sobrevive a esta culpa?