El día que llevé a mi madre a la residencia: su mirada me persigue aún
—¿De verdad no hay otra opción, Lucía? —La voz de mi madre, temblorosa pero firme, retumbó en el ascensor mientras subíamos al tercer piso de la residencia. Me costaba mirarla a los ojos. Sabía que esperaba una respuesta que no podía darle.
No era la primera vez que hablábamos del tema, pero sí la primera vez que lo hacíamos con las maletas en la mano. El olor a lejía y sopa recalentada impregnaba el aire. Carmen, mi madre, siempre fue una mujer fuerte, de esas que no se quejan ni cuando la vida les da la espalda. Pero hoy parecía más pequeña, como si la ropa le quedara grande y el mundo le pesara demasiado.
Nací cuando mis padres ya rozaban los cuarenta y cinco. Mi infancia fue una sucesión de silencios incómodos y domingos eternos viendo películas antiguas en La 1. Siempre sentí que no encajaba en su mundo lento y pausado. Cuando cumplí dieciocho, me marché a Madrid a estudiar periodismo. Allí encontré amigos, ruido, vida… y distancia. Una distancia que se fue haciendo abismo con los años.
Mi padre murió hace seis inviernos. Desde entonces, mamá fue apagándose poco a poco. Yo iba a verla los fines de semana, pero siempre tenía prisa: el trabajo, los niños, la compra… La rutina era mi excusa perfecta para no enfrentarme a su soledad ni a mi culpa.
Hace dos meses, la vecina llamó para decirme que mamá se había caído en la cocina. No fue grave, pero el susto me hizo replantearme todo. ¿Podía seguir viviendo sola? ¿Era justo dejarla así? Mi hermano Alberto vive en Valencia y apenas llama. La decisión recayó sobre mí.
—Mamá, ya no puedes estar sola —le dije una tarde, mientras ella removía el café con una cucharilla—. Aquí te cuidarán bien.
Ella no contestó. Solo asintió con la cabeza y siguió removiendo el café hasta que el azúcar desapareció por completo.
Hoy, mientras recorríamos el pasillo de la residencia, sentí que cada paso era una traición. Las auxiliares nos recibieron con sonrisas forzadas. En la sala común, un televisor escupía un programa de cotilleos y varias señoras dormitaban en sillones gastados.
—Esta será tu habitación —dijo la directora, abriendo una puerta blanca.
Dentro había dos camas separadas por una cortina azul y una ventana que daba al patio interior. Mamá dejó la maleta junto a la cama y se sentó despacio. Miró alrededor como si intentara memorizar cada detalle.
—¿Te quedarás un rato? —preguntó sin mirarme.
—Claro, mamá —mentí. Tenía una reunión en dos horas y el móvil vibraba sin parar en mi bolso.
Nos sentamos en silencio. Afuera llovía. Mamá sacó una foto de papá del bolso y la puso sobre la mesilla. Sus manos temblaban apenas perceptiblemente.
—¿Te acuerdas cuando íbamos al Retiro? —dijo de pronto—. Tú siempre querías montar en las barcas y yo me mareaba solo de pensarlo.
Sonreí, pero sentí un nudo en la garganta. Recordé aquellos domingos lentos que tanto odiaba de niña y que ahora daría lo que fuera por revivir.
—¿Por qué no te quedaste más tiempo con nosotros? —preguntó de repente, mirándome fijamente.
No supe qué decir. El reloj marcaba las once y media. Me levanté para irme.
—Tengo que irme ya, mamá. Volveré el sábado —dije mientras le daba un beso rápido en la frente.
Ella asintió y volvió a mirar por la ventana. Cuando salí al pasillo, me giré para verla una última vez. Su mirada se cruzó con la mía: era una mezcla de resignación y esperanza rota. Sentí que algo dentro de mí se rompía también.
En el coche, camino de vuelta a casa, lloré como no lo hacía desde niña. Pensé en todas las veces que elegí mi comodidad antes que su compañía; en las llamadas no contestadas; en los cumpleaños olvidados; en las palabras nunca dichas.
Ahora me pregunto si hice lo correcto o si simplemente elegí el camino fácil para no enfrentarme a mi propia incapacidad de cuidar a quien me dio la vida.
¿De verdad era esto lo mejor para ella… o solo lo mejor para mí? ¿Cuántos hijos más estarán hoy tomando esta misma decisión en silencio?