El día que Marek se fue: secretos tras treinta años de matrimonio

—¿Ela?—La voz de Marek sonaba lejana, como si hablara desde el fondo de un pozo. —Tenemos que hablar.

No respondí. Miré la maleta junto a la puerta, esa maldita maleta azul que habíamos comprado juntos en El Corte Inglés para nuestro viaje a Granada. Ahora era el símbolo de todo lo que se rompía. El reloj del salón marcaba las nueve y cuarto, pero el tiempo parecía haberse detenido.

—No vuelvas esta noche, Marek —dije por fin, con un hilo de voz. —Haz lo que tengas que hacer.

Colgó sin decir adiós. Me quedé allí, sola, escuchando el eco de mis palabras en la casa vacía. Treinta años juntos. Treinta años desde aquella fiesta universitaria en Salamanca donde me enamoré de su risa fácil y sus ojos verdes. Treinta años de criar a nuestros hijos, de domingos en familia, de cafés al sol en la terraza. ¿Cómo se desmonta una vida así?

El teléfono vibró otra vez. Esta vez era Lucía. Lucía, mi amiga del instituto, la madrina de mi hija mayor, la que siempre decía que yo era su hermana elegida. No contesté. No podía. ¿Qué se dice cuando te traicionan dos personas que amas?

Me levanté y fui al dormitorio. Todo olía a Marek: su colonia, su jersey favorito sobre la silla, las fotos de los niños en la mesilla. Me tumbé en la cama y lloré hasta quedarme dormida.

Al día siguiente, mi hija Marta llegó temprano.

—Mamá, ¿qué ha pasado? Papá me ha escrito un mensaje raro…

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a tu hija adulta que su padre se ha ido con tu mejor amiga? Marta me abrazó fuerte y lloramos juntas. Su hermano, Diego, llamó desde Barcelona y vino en el primer AVE. Nos sentamos los tres en la cocina, como cuando eran pequeños y tenían miedo a las tormentas.

—¿Por qué ahora? —preguntó Diego—. ¿Por qué con Lucía?

No tenía respuestas. Solo preguntas.

Pasaron los días y Marek no volvió. Me sentía una extraña en mi propia casa. Los vecinos cuchicheaban en el portal y mi madre me llamaba cada noche para recordarme que «los hombres son así». Pero yo no quería resignarme a ser una víctima más.

Una tarde, mientras ordenaba papeles en el despacho de Marek, encontré una carpeta vieja con cartas atadas con una cinta roja. Eran cartas de Lucía… pero no solo para Marek. Había algunas dirigidas a mí, fechadas en los años noventa. Las abrí con manos temblorosas.

«Querida Ela: Sé que te debo la verdad, pero no sé cómo decírtelo sin perderte para siempre…»

Leí y releí esas palabras hasta que las lágrimas me nublaron la vista. Lucía hablaba de un secreto entre ella y Marek, algo ocurrido antes de que él y yo nos casáramos. Hablaba de una noche en San Juan, de promesas rotas y culpas arrastradas durante años.

No podía más. Llamé a Lucía.

—Ven a casa —le dije—. Necesito respuestas.

Llegó una hora después, con el rostro demacrado y los ojos hinchados.

—Ela…

—No quiero excusas —la interrumpí—. Solo dime la verdad.

Lucía se sentó frente a mí y empezó a hablar. Me contó que ella y Marek habían sido novios antes de conocerme, algo que yo ya sabía. Pero lo que no sabía era que nunca dejaron de verse del todo. Que incluso después de nuestra boda hubo encuentros furtivos, cartas escondidas, promesas incumplidas.

—Pero eso fue hace mucho —dijo Lucía entre sollozos—. Yo te elegí a ti como amiga porque necesitaba sentirme cerca de él… y porque te quería de verdad.

Sentí náuseas. Todo mi pasado se tambaleaba.

—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Por qué ahora?

Lucía bajó la mirada.

—Hace dos meses me diagnosticaron cáncer —susurró—. Marek lo supo antes que nadie porque estaba conmigo cuando me desmayé en la calle Mayor…

Me quedé helada.

—Él dice que no puede dejarme sola ahora —continuó—. Pero yo no quiero hacerte daño, Ela…

La rabia se mezcló con la compasión. ¿Cómo odiar a alguien que está enfermo? ¿Cómo perdonar una traición tan profunda?

Esa noche no dormí. Pensé en mis hijos, en mis padres ya fallecidos, en todos los domingos de paella y risas en familia. Pensé en lo sola que me sentía y en lo poco que me conocía realmente a mí misma.

Los días siguientes fueron un torbellino: abogados, papeles del divorcio, visitas al médico con Lucía (sí, fui con ella; no sé si por costumbre o por compasión), mensajes fríos de Marek intentando justificar lo injustificable.

Un día, mientras paseaba por el Retiro intentando ordenar mis pensamientos, me encontré con Carmen, una vecina viuda del edificio.

—Ela, la vida da muchas vueltas —me dijo—. Yo también pensé que no sobreviviría cuando Antonio se fue… pero aquí estoy. No te encierres en el dolor.

Sus palabras me dieron fuerzas para empezar a reconstruirme poco a poco: retomé mis clases de pintura, salí a cenar con amigas del trabajo y hasta me atreví a viajar sola a Cádiz un fin de semana.

Pero el vacío seguía ahí. Y las preguntas también.

Hoy, meses después, sigo sin entenderlo todo. A veces pienso si alguna vez conocí realmente a Marek o incluso a Lucía… o si solo conocí la versión que ellos querían mostrarme.

¿Es posible perdonar una traición así? ¿O solo aprendemos a vivir con las cicatrices?

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede reconstruir una vida después de perderlo todo?